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HUELLA DE LA GRANDEZA Y PLENITUD DE DIOS
Me alegro de poder saludaros una vez más, como vengo haciéndolo año tras año, en esta fiesta que nos congrega aquí, llamémosla así, prescindiendo ahora de cierto rigorismo denominativo de la liturgia. Para nosotros es una fiesta muy singular, porque con respecto a los santos, lo que se celebra generalmente es el día de su muerte, su tránsito a la vida eterna. Llega la conmemoración de esa fecha en el calendario litúrgico y se nos invita a conmemorar la totalidad de la vida de un santo, y hablamos de su nacimiento, de sus trabajos, de su vida, de su muerte, de su obra al servicio de la Iglesia, etc. Cuando llega el 15 de octubre, hacemos esto sobre Santa Teresa. Una flor del jardín de Santa Teresa Pero en este día, la singularidad de la fiesta es muy notable, porque conmemoramos nada más que un detalle de su vida, sólo un detalle. Es como si uno entrara en un jardín precioso y, prescindiendo de las además flores tan hermosas, solamente se detuviera ante los claveles, por ejemplo, o las rosas o los jazmines, supongamos. Y no tendría mal gusto el que hiciera esa elección, pues bien, en este hermosísimo jardín de la vida de Santa Teresa –he aquí lo singular y notable- nos detenemos a conmemorar una visión que ella tuvo; ésta, la que con las mismas palabras con que la santa la describe, se nos ha leído antes de comenzar la santa misa; la de aquel ángel que ella sintió cabe sí; un ángel muy encendido, probablemente de los que llaman querubines, que estaba a su lado con un dardo de oro y fuego y lo clavaba dentro de su corazón. La hacía sufrir intensísimamente, pero con un sufrimiento mezclado de un gozo indefinible. Llega un momento, dijo, en que ella no sabe decir más, a pesar de que dice tanto en las palabras con las que describe este hecho, y solo se le ocurre que ojalá Dios conceda a los que puedan ponerlo en duda, sentir lo mismo que ella sintió. Esto es, lo que conmemoramos hoy, la Transverberación de Santa Teresa, de su corazón. Fiestas de la delicadeza Yo estimo que es muy acertado celebrar esas conmemoraciones que pertenecen a la intimidad de la familia. En todas las órdenes religiosas, aparte de la observancia general propia de cuantos tenemos que cumplir con los preceptos de la Ley de Dios, florece como un conjunto de deseos, de imitaciones, de anhelos, de recuerdos, que pertenecen al ámbito de la familia, y si una orden religiosa no tuviera este sentido de familia, habría que la mentarlo mucho. Pero en esta, concretamente de las Carmelitas, entra uno en sus conventos y monasterios, grandes o pequeños, más o menos antiguos o modernos, y por donde quiera que va, de repente, en la esquina de un claustro, allí aparece una imagencita del Niño Jesús, de tal santo, de la Virgen Santísima, y todos tienen su historia, todos tienen incluso su hermosa leyenda, admirable y siempre edificante, aun siendo solo leyenda. Dios quiere hacernos mercedes He meditado esta mañana en el capítulo de la vida de Santa Teresa, en que ella hace esta descripción. Es el capítulo en que empieza hablando de las “mercedes” que Dios le hizo. Y lo escribe, porque le mandaron escribirlo. ¡Las “mercedes” de Dios! Y, además, lo escribe como para hacer sentir a todos los que lo llena, que Dios está dispuesto a hacer muchas mercedes a todos. Al leerlo una vez más, seguí hojeando su vida, y en los capítulos XXVII, XXVIII, XXX y XL, en que va narrando diversos aspectos, me fijé en la narración que hace de estos misterios de su vida, se repite con frecuencia un doble pensamiento: por un lado, la exaltación de las grandezas de Dios. No se cansa, a lo largo de estos capítulos, de mencionar la grandeza y la majestad de Dios. Y, por otro lado, segundo pensamiento que se repite en esta alma generosa llena de amor, deseosa de que ese amor abarque al mundo entero: el deseo de que los hombres lo experimenten. Esto es notable en Santa Teresa. Sin duda, a un alma tan profunda y tan rica de expresión de sentimiento religioso y de fe, Dios le hizo sentir particularmente esto: ese deseo de que los demás puedan llegar a sentir la experiencia de Dios, como ella la sintió; lo dice con mucha frecuencia en estos capítulos de su vida. Huellas de la grandeza y plenitud de Dios En la grandeza de Dios están todas nuestras grandezas, queridas religiosas y queridos hermanos, y en la majestad de Dios está nuestra plenitud. Todo se reduce a eso, y todo lo bueno que podemos tener es como una imagen, como una expresión imperfecta de la grandeza de Dios. Entonces resulta que esa grandeza se nos presenta como creadora, providente, amparadora, redentora. Nos llena de gracia, nos ofrece auxilios múltiples; la naturaleza tiene un sentido, la creación canta esa grandeza de Dios. Y uno piensa en sí mismo: estudios, ciencia, conocimientos, vida, capacidades físicas, psicológicas, morales, sociales, políticas; es decir, el esfuerzo tremendo de la historia humana – a esta frase puede reducirse todo el significado de este conjunto de aspiraciones y luchas del hombre al que me he referido-. Nuestro propio ángel y nuestro dardo de amor No podemos olvidar ciertamente que ese Dios ha venido a este mundo y quiere un orden cristiano en este mundo. Pero, ¿cómo vamos a lograr un orden cristiano en este mundo si no hablamos de Él, de Cristo; si no nos esforzamos por conocerle, si no despertamos nuestro amor a Él en sí, no solo en su obra redentora, aplicada al hombre, sino en su misterio divino con toda la fuerza con que se acerca a ese hombre para redimirle? El mundo está un poco necesitado, ¡un poco –digo yo-¡, triste y trágicamente necesitado de que, al menos, aquellos que tenemos la obligación de seguir al Señor por el camino que hemos aceptado, valoremos un poco más estos aspectos de la vida mística, simplemente en cuanto significan unión con Dios. Ya veréis, ya, lo que se ha de escribir y lo que se ha de decir en el año centenario de la muerte de Santa Teresa. Probablemente, sentiremos más de una vez el sonrojo de escuchar de labios no católicos e incluso no cristianos, reflexiones sobre Santa Teresa y la vida mística, que no somos capaces de hacer nosotros que tenemos tales tesoros entre las manos. Tendrán que venir a decírnoslo de Oriente y de Occidente, como dice el Evangelio; de un lugar y otro del mundo, de todas las religiones, al contemplar estos dramas que está sufriendo el hombre de hoy, tan afanoso de felicidad y tan incapaz para encontrarla porque la busca donde no puede hallarla. |
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