INTEGRACIÓN DE LO HUMANO EN LO DIVINO
(26 de agosto de 1977)

 A dos pasos de aquí

            El ángel, de los más preciosos del cielo, que deben llamarse querubines; el lugar en que tuvo realidad este acontecimiento; las palabras preciosas con que la santa describió más tarde el fenómeno que había vivido, todo nos resulta cercano. Santa Teresa está presente aquí, en el corazón de sus hijas. Las palabras con que describió este hecho acaban de sernos leídas por el capellán del monasterio; el lugar, lo tenemos ahí a dos pasos de nosotros y el ángel y el dardo los imaginamos sin gran esfuerzo por nuestra parte, de tal modo que pienso yo que, de haber estado presentes en aquel momento, un impulso irresistible nos habría movido, quizá, a detener la punta lacerante de aquel dardo que iba derecho al corazón de la santa. Pero su mirada, llena de gratitud por nuestra disposición de ampararla, nos habría rogado, a la vez, que no lo impidiéramos, porque aquello tan doloroso era, sin embargo, un regalo de amor del Dios vivo, y no había que poner obstáculos a aquella acción de Dios en su alma. Fruto, quizá, todo esto que estoy diciendo, de la fe sencilla y del amor que profesamos todos a Santa Teresa; y fruto, a la vez, de la agudeza descriptiva con que ella nos da a conocer ese hecho de su vida.
            Es un hecho que se presta a ser considerado por nosotros como un fenómeno aislado, extraordinario, muy singular en la vida de Santa Teresa que nos deja como arrobados. No la rechazamos, ni la discutimos, sencillamente la contemplamos. ¡Hay tantas cosas maravillosas en la vida de Santa Teresa! O bien, ya con otras categorías mentales, lo consideraríamos como un fenómeno místico, de altísima significación, que los teólogos pueden explicar con más detenimiento, cuando tratan de estas operaciones de Dios sobre las almas fieles y santas. Es decir, que este hecho, tal como es conocido, leído, celebrado, se presta a consideraciones así, que nos concentran en el mismo…, y nada más. Y uno puede quedarse diciendo: ¡Qué maravilla! No dirá –porque todos nos consideramos indignos de ellos-, ¡quién pudiera recibir una merced de esta índole! Eso no, no lo diremos; somos suficientemente conocedores de nosotros mismos para ser humildes, al menos en este caso. Pero sí se presta el hecho a que, en una conversación piadosa, en un comentario, demos vueltas con nuestro amor y con nuestra imaginación al fenómeno que ella vivió, y consideremos la grandeza de Dios, la fidelidad de algunas almas santas o, como se dice en la oración de la misa de hoy, la fuerza que Dios le concedió para fortalecerla en las empresas que había de realizar por la Iglesia. Quizá pensemos todo esto un poco y nada más.

La Transverberación, síntesis de toda una vida

            Y no es poco pensarlo así. Pero estimo, sin embargo, que debemos elevar un poco nuestra consideración, y sin necesidad de deformar el hecho y de sacar de él otra clase de consecuencias, podemos muy bien darnos cuenta de la significación más profunda que tiene este fenómeno en la vida de Santa Teresa. Sobre todo, si acertáramos a considerarlo como una expresión sintetizada, condensada, de lo que fue su vida.
            ¿Qué fue de su vida? Elevando un poco nuestra consideración por encima del hecho episódico, ¿qué fue de su vida? Yo la resumo así: una integración de lo humano en lo divino. Santa Teresa es un ejemplo cumbre en la historia de los santos. Alguien ha dicho que la historia de la Iglesia es la historia de los santos, porque ellos son los que están respondiendo siempre con la máxima fidelidad a las reclamaciones de Dios, a su Cuerpo Místico y, a través de él, al mundo.
Santa Teresa es un ejemplo maravilloso de integración de lo humano en lo divino. A través de esta escena lo vemos así. Es un dardo de fuego, que penetra en su corazón, el centro de la vida y de los amores del hombre, como para sumirla, como para arrebatarla. Es Dios mismo, a través de un morador de los cielos, un ángel, un querubín, el que llega hasta ella en esa visión y produce en ella tales efectos que toda la persona de Santa Teresa de Jesús queda como envuelta en ese dolor y en esa dulzura. Dolor, porque la acción rompía, por decirlo así, la normalidad de su condición humana. Era tan fuerte la sensación que experimentaba como consecuencia de aquella acción, en su espíritu, que hasta sus fibras físicas se resentían. Pero, a la vez, dulzura suavísima, que es lo que se experimenta a medida que se va progresando en el servicio de Dios y en esa integración de nuestra vida humana en la esfera de lo divino, que es el secreto de la vida del cristiano. Por eso no nos es lícito detenernos en el hecho y contemplarlo simplemente, como un fenómeno singular, a propósito solamente para las páginas de un libro de Teología Mística. ¡No! En su expresión más alta, hay algo que es perfectamente aplicable a cada uno de nosotros, puesto que cada uno de nosotros ha de tener como objetivo único –una vez que tiene conciencia de lo que es su fe y su amor a Cristo- esto mismo: la integración de todo lo humano de esta nuestra vida, en lo divino. Esto es la vida espiritual. En esto consiste el avanzar progresivamente en esa relación con Dios. Es lo que podríamos llamar, con otras palabras: el misterio, porque es misterio la coexistencia de la criatura con Dios, nuestro Salvador, nuestro Padre, nuestro Hermano.

Un doble peligro

Para esta coexistencia que lleva a la integración de todo nuestro ser en Dios nos acechan siempre dos peligros: uno de ellos, el de que nos detengamos en nosotros mismos, sin respetar los derechos de Dios sobre nuestra persona. Otro, el de que no acertemos a contemplar las cosas creadas, entre las cuales tenemos que movernos, en el horizonte de la Encarnación y de la Redención, sino que las contemplemos –en virtud de la naturalidad con la que vivimos en relación con ellas- como aisladas en su propia entidad, sin que nuestra conciencia libre y viva nos haga ver cómo a través de ellas tenemos también que ir uniéndonos con Dios. A través de ellas, es decir: a través del trabajo, del amor, de la política, de la familia, de la amistad, del dinero, de la enfermedad, de la pobreza, de la muerte. A todo esto llamo criaturas de la vida; a todas las cosas creadas. ¡Todas!..., ¡todo!, y el peligro está en que tratamos todo eso con tal naturalidad que no acertamos a contemplarlo en el horizonte de la Encarnación y de la Redención por virtud de la cual Cristo ha asumido todas estas cosas, les marca una orientación, les da un sentido, y las hace suyas, porque hacia todas ellas converge la acción del Verbo de Dios que se extiende a todas. Repito, el peligro es el de detenernos en nosotros mismos, sin respetar los derechos de Dios sobre nosotros y sobre nuestra relación con todas las cosas creadas. Así es como llega a suceder que estemos viviendo diez, veinte, treinta, cuarenta años o más de vida cristiana sin hacer la síntesis y, lo que es peor, sin intentarlo. Porque, a lo mejor, a pesar de nuestro esfuerzo no lo logramos, pero si al menos lo intentáramos, llegaríamos a tener el sentido de la vida dentro de un concepto cristiano; ¡el sentido de la vida!, ¡la armonía! Integraríamos, entonces lo humano en lo divino y sin necesidad de tener en nosotros mismos experiencias tan fuertes como esta que hoy conmemoramos en la vida de Santa Teresa, iríamos poco a poco percibiendo el dolor, pero también el suavísimo regalo, que produce esta relación, cada vez más íntima, de nuestra persona con las cosas creadas y con Dios.

Habla Jesucristo, nuestro Salvador

¿No es esto el Evangelio, hijos? ¿No es esto lo que ha querido deciros Cristo con su Encarnación, niño en Belén; con su trabajo en Nazaret; con sus invitaciones totalizantes, cuando predica en su vida pública y nos dice estas frases tan absolutas respecto a Él: que Él es la vida, que Él es la luz, que Él es la verdad, que Él es el camino; que seamos perfectos, que llevemos diariamente nuestra cruz, que ha venido para que tengamos vida y vida en abundancia, que hemos de estar unidos con Él?
Y, ¿a quiénes habla Cristo? ¿A quiénes? ¿Habla acaso a seres de otro mundo? ¿A personalidades abstractas? No. Habla, en primer lugar, a aquellos que tenía físicamente presentes junto a Él. Pero como el Evangelio tiene un destino eterno, habla a todos los hombres de todos los tiempos, y al contemplar ahora yo este grupo humano, que está aquí presente esta tarde, compuesto por religiosas hijas de Santa Teresa y por otras que veo aquí como todos los años, por familias cristianas que aman a la santa, pro sacerdotes, digo lo mismo con aplicación a cada uno de nosotros. No hay otro secreto, no hay otro camino que este de la integración progresiva con dolor y con regalo interno que nacen de la fe y del amor, de todo lo humano nuestro, la persona y las cosas, en lo divino, contemplándolo todo cada vez más en el horizonte y a la luz de lo que significan la Encarnación y la Redención de Cristo.
Estamos llamados a ello; y precisamente meditando yo esta tarde algo de Santa Teresa que pudiera dar luz a mi espíritu, con miras a estas reflexiones que os estoy haciendo, abrí su libro pequeñito de las meditaciones sobre el Cantar de los Cantares, y me fijé en esas frases del capítulo II –creo-, en que dice con una expresión tan certera como todas las suyas: “Muchos hay que se quedan en las laderas del monte, que debieran haber subido hasta la cumbre”. Lo que nos está diciendo con ello es precisamente esto: que por no acertar a integrarnos –humano en lo divino-, nos detenemos en nosotros mismos, es decir, nos quedamos en la falda del monte y no subimos a la cumbre.

Hacia la cumbre

Y subir a la cumbre, ¿qué es? Continúa ella diciendo a sus hijas: “Tened, hijas, pensamientos animosos que, como los tengáis, luego vendrán las obras”. Es decir, lucha esforzada para ir cada vez progresando más en ese dominio propio que nos lleva a nuestra total incorporación a Dios sin dejar nuestra relación con las acosas creadas, como ella no la dejó. En la vida de Santa Teresa se da este extraordinario fenómeno: que siendo ella el ejemplo más característico, o al menos de los más significativos, de unión con Dios, es, a la vez, el ejemplo del mayor sentido humano de la vida en su trato con las personas, en las obras que realizó con un realismo tan asombroso que bien pudiera ser modelo del empresario que se proponga realizar una tarea humana concreta en la vida.
“Tened pensamientos animosos que, como los tengáis, después vendrán las obras”. Y sigue animando a sus hijas diciéndoles que confíen en Dios; que se acerquen a Él, que luchen contra sus faltas, hasta llegar a decirles: “Al menos no vayáis al confesor siempre con las mismas faltas”. ¿Por qué? Porque lo malo es que echen raíces. Al menos, dice, que cambien, que sean distintas, porque si echan raíces es muy difícil quitarlas. Es como alguien que riega todos los días una hierba o un arbolillo. Echan raíces y para quitarlos se necesitan luego pala y azadón. Pero si se lucha con esfuerzo, vamos poco a poco superando las dificultades y teniendo dentro de nosotros un concepto más claro y una realidad más vivida y más fuerte de nuestra relación con Dios.

Todos somos llamados a esta integración

Y esto es para todos. Para cada uno, según su estado en la vida. Y para todo, porque todo sigue teniendo su consistencia y su realidad. Pero todo bien orientado. ¿Es que un hombre y una mujer cristianos que quieren vivir esta integración de lo humano en lo divino y han creado una familia tienen que dejar de constituirla? ¡Todo lo contrario! Cuando se da el caso de padres e hijos que viven en un ambiente cristiano y con concepto evangélico su vida familiar, esa familia es más familia. Y lo mismo el amor, y lo mismo el trabajo. ¡A nadie se le pide que se deshumanice!, ¡a nadie se le pide que deje de admitir y valorar nada de todo aquello que tiene entre las manos: su estudio, su amistad, sus aficiones buenas, sus dedicaciones, su temperamento, su modo de pensar dentro del orden recto de las cosas! Todo lo puede seguir teniendo y todo lo debe de ir haciendo más y más cristiano.
“Sed animosos, tened pensamientos animosos, que entonces vendrán a serlo también las obras”. Esta es la lección que podemos sacar todos hoy, de esta meditación que hacemos sobre este hecho tan notable en la vida de Santa Teresa. ¡Cuánto lo necesitamos, hijos! Trabajad más y más por esta integración de lo humano en lo divino que no va para nada en contra de la legítima autonomía de lo terrestre, sino que manteniéndolo en sí, en su propio valor, lo orienta hacia Dios, como es exigido por la Encarnación y por la Providencia que guía también la historia de los hombres.

Necesitamos rezar

Hace unos días, recibía yo carta de un joven arquitecto español que ha pasado un año entero en Bélgica, en Brujas, estudiando arquitectura en relación con oras bellas artes para especializarse en un determinado estilo.es muy cristiano y me hablaba de su experiencia durante este tiempo. Recordaba algunas conversaciones que habíamos mantenido y me decía cómo había comprobado que ideas y datos que yo le había ofrecido, se ajustaban a la realidad de la vida en el entorno en que la suya se iba desarrollando, pero, me decía, está empezando a observarse un fenómeno curioso entre la juventud de Bélgica, más notorio en ciertos grupos de juventud muy cultivados, y que se va ampliando cada día: sienten la necesidad de rezar. Hastiados ya de muchas cosas, se está iniciando un nuevo retorno a la vida del espíritu. Y buscan ratos de oración, y personas que les guíen por el camino de la oración, y reuniones para tratar expresamente de la vida de Dios en el espíritu del hombre. Y añadía: esta es la gran esperanza que podemos tener hoy para el resurgir de una Europa cristiana. Porque de no ser por este camino, todo lo demás que contemplo, al margen de esto, como manifestación de vida, es deplorable; y uno se acuerda –me añadía él- de las palabras de Unamuno, cuando en una de sus paradojas escribió: “Dicen que hay que ser europeo. Me niego. Prefiero ser africano, como san Cipriano o San Agustín”.
¿Qué puede ofrecernos, en efecto, esa Europa que no reza? ¿Cómo podremos integrar así lo humano en lo divino? Y si no se integra, ¿qué podremos conseguir más que almas desoladas, y personas vacías, víctimas, como sonámbulas, de su desesperación progresiva?

Teresa nos enseña a todos

La historia de la Iglesia es la historia de los santos. Un santo como Santa Teresa da lecciones permanentes para todos, ¡para todos!
A vosotras, religiosas, para seguir trabajando firmes en todo lo que significa este género de vuestra vida de donación total de vosotras mismas, con un espíritu cada vez más fino y más delicado en la entrega y con una convicción cada vez más firme de que estáis en el camino cierto.
A vosotras, familias cristianas, para seguir viviendo, a pesar de todo lo que veáis y oigáis a vuestro alrededor, el sentido cristiano de la vida. ¡No os lo dejéis arrebatar por nadie!
Y a nosotros, sacerdotes, para cumplir también con nuestra misión en el mundo de hoy, sin dejar nunca de presentar a los hombres este horizonte de lo divino hacia el cual tiene que ir orientándose todo.

El valor de una absolución

Leía yo ayer un libro de meditación del padre Rahner sobre el libro de los ejercicios de San Ignacio de Loyola y me fijé en estas frases, que he leído hoy tres o cuatro veces para citároslas literalmente. Dicen así: al fin y al cabo nosotros los sacerdotes, aquí y para toda la eternidad, no tenemos más que una única misión: la de llevar a los hombres la salvación de Dios. Un “Ego te absolvo” sobre un pecado, quizá, sociológicamente, no tenga gran trascendencia; pero tiene más importancia, en realidad, que todo lo que podamos hacer para mejorar la existencia terrestre. Nos queda –continúa- un largo trecho que recorrer hasta que de esta convicción hagamos carne y sangre de nuestra vida. A saber: que el confesonario, la cama de un enfermo, la enseñanza de los niños, la atención a los pobres tiene, al menos, tanta importancia como la docta disertación, la acción apostólica extraordinaria, la influencia política o el trato con los poderosos de la tierra.
Este sentido, ¡éste, éste! Esta fuerza interior del sentido cristiano de la vida; esta visión, esta integración, este saber decir al hombre: este es tu camino; no hay otro, y cuando te apartas de él, todo falla.

Un dato interesante

Se ha sabido que un sacerdote ruso ha revelado que en este año, solo en este año, ha bautizado clandestinamente a trece científicos de la Academia de Ciencias de Moscú. Es un dato de una gran fuerza, porque indica cómo a pesar de todos los esfuerzos del marxismo por desterrar a Dios, está sucediendo al contrario: dentro de lo que podríamos llamar el odio marxista, el fuego empieza a purificar las cosas y el ambiente y los hombres se van volviendo a Dios. Aunque aquí, retrasados, como siempre nos ocurre, estamos ahora cantando al marxismo –incluso a veces dentro de ambientes eclesiásticos-, presentándolo, casi, como la salvación. ¡Con retraso, otra vez, como nos ha sucedido en más de una ocasión! Sabiendo el terreno que pisamos, levantemos, de la mano de Santa Teresa, nuestra mirada al cielo. Allí vive nuestro Padre y a Él estamos llamados.

 

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