SANTA TERESA DE JESÚS:
FLORES Y FRUTOS DE SU HUERTO
(26 de agosto de 1976)

 

            Ya son muchos los años que vengo participando en esta fiesta que celebramos aquí, en familia, para conmemorar este hecho extraordinario de la vida de Santa Teresa de Jesús. Interpretad mi p esencia como una correspondencia sencilla y humilde a vuestras atenciones espirituales, nunca interrumpidas, queridas religiosas, y podéis estar seguras de que gustaría poder estar como oyente. Quizá, con el cambio que se adivina de ciertas estructuras, pueda realizarlo el próximo año, si Dios quiere.
            Reflexionemos una vez más sobre este hecho que siempre se presta a consideraciones provechosas: el de la Transverberación del corazón de Santa Teres, tal y como ella lo narra en su Vida y como nos ha sido leído hace un momento pro el sacerdote que hacía la lectura.

Un secreto a voces

            Ocurre con los santos algo muy particular y es que siendo ellos los más pudorosos y recatados en su intimidad espiritual, son los que están, sin embargo, más cruelmente expuestos –humanamente hablando- a un análisis implacable y exhaustivo de su vida. Ellos guardan celosamente su secreto porque, siendo los más humildes, miden mejor que nadie la desproporción que hay entre su propia indignidad y la grandeza infinita de Dios que se digna establecer con ellos, durante su existencia, esos vínculos espirituales tan íntimos y tan estrechos. ¡Y hacen bien! Pero Dios permite que empiece enseguida el contraste: y basta que cunda un poco con relación a una persona la fama justificada de santidad, para que todos la observemos con un rigor minuciosísimo durante su vida y, sobre todo, después de su muerte. La Iglesia misma se acerca entonces a examinarlos, investigándolo todo detenidamente: enfermedades que padecieron, amores y amistades, cartas que escribieron, viajes, modos de oración…, en fin, todos los aspectos públicos y privados de su vida. Lo que ellos guardaron tan encubierto aparece entonces a la luz y, una vez más son pobres, despojados de lo único que un hombre puede contar con que no p asará nunca a propiedad de otros: sus secretos. A veces, este supremo despojo tiene lugar para ellos incluso durante su vida, porque la Iglesia, valiéndose de su autoridad, puede empezarla por diversos cauces. Y esto es lo que precisamente ocurrió con Santa Teresa de Jesús.
            Ella no quería escribir nada sobre lo que constituía el secreto de su vida; le sobraba discreción para participar confidencias innecesarias. Pero la Iglesia, por medio de sus confesores, la obligó a que lo hiciera y a ello se debe el que Santa Teresa escribiera su propia vida, el “libro del alma”, que decía ella. Y a esto obedece que narrase hechos como el del ángel que vio un día que, con un dardo de oro se acercaba a ella y se lo clavaba en el corazón, sacándoselo luego yo causándole una mezcla de dolor vivísimo y, a la vez, de dulce encantamiento. No sabe cómo expresarlo mejor, aunque es un pasaje insuperable por su expresividad. Y termina la narración diciendo que lo único que desearía es que todos los demás pudieran experimentar lo mismo que ella experimentó en este caso. Y aquí tenemos, como consecuencia de esta especie de control que por un camino o por otro se lleva de la vida de las personas santas, esta narración que puede producir en el que la lee reflexiones espirituales muy provechosas para su vida cristiana.

Obediencia costosa

Ella narra este hecho en ese capítulo de su vida en el que se refiere a lo que sufrió por entonces con motivo de las visiones y de las gracias extraordinarias de toda índole con que fue enriquecida por Dios; porque algunos de sus confesores le decían que eran cosas del demonio y que cuando apareciera eso que ella creía visiones de Jesucristo, lo ahuyentara burlándose, porque era demonio. Y la santa, a pesar de su convicción y su sentimiento en contra, obedecía. Esto es lo asombroso. Porque ella experimenta que es cosa de Dios que, lejos de desviarse en iluminismos perniciosos, alimenta su vida de oración, la convence –como dice en ese mismo capítulo- que lo único que vale es la oración, y le va aumentando extraordinariamente su amor a Jesucristo. Están convencida de que todo es de Dios, no por orgullo, sino por los resultados que iba produciendo en su alma, pero, pese a todo, obedece, y hace las burlas que le mandaban hacer, aunque dice que aquello era terrible. Emplea esta palabra “terrible” y se comprende lo que tendría que sufrir, convencida, como estaba, de que era realmente el Señor. Y Él sigue apareciéndosele y asegurándole que Él le haría nuevas mercedes para que su alma fuese más y más fortalecida y todo quedase perfectamente aclarado.
Efectivamente: poco a poco, con su perseverante humildad, con su constante obediencia en sufrimiento y siempre, con su amor, logró que resplandeciera la verdad que había en todo aquello. Lo escribió y ahí está, en su vida, juntamente con tantos otros hechos extraordinarios.

Una cruz “de muy linda hechura”

Por entonces fue también cuando, según ella misma narra en ese capítulo de su vida, rezando un día el rosario, llevaba en la mano la cruz y, al mirarla, vio que se había convertido en una cruz compuesta por cuatro piedras preciosas, más resplandecientes que diamantes, en las que se percibían las llagas del Señor “de muy linda hechura”, dice. Yo la veía, aseguraba, y así durante muchos días. Pero nadie más que yo podía verla. El Señor seguía prometiéndole que todo se aclararía y, efectivamente, así fue sucediendo. Hoy, al leer estos datos asombrosos de su vida espiritual no hay más remedio que llegar a la conclusión: aquí hay una acción de Dios sobre su alma.
En cuanto al hecho de que se trataba de una visión imaginativa, que no correspondía a una realidad física comprobable, naturalmente que podía ser fruto de su imaginación. ¡De acuerdo! Pero de una imaginación movida por un amor grande de Dios que Él premiaba así y que ella percibía con arreglo a su formación, a su temperamento, a su modo de ser, obedeciendo a impulsos secretos de una vida espiritual continuamente alimentada. Por consiguiente, lo de menos es que discutamos sobre la realidad física del ángel y el dardo o sobre los diamantes de aquella cruz. Ya dice ella, con su mismo modo de hablar, que ella lo veía así. No pretende afirmar ni convencer a nadie de que lo fuera. Es sencillamente una naturaleza humana que, de algún modo, tiene que percibir si es Dios el que quiere hacerle un regalo, una presencia extraordinaria de Dios, de Jesucristo, de su Humanidad Santísima… Y ella lo percibe así. Quizá otro santo, con iguales favores divinos, lo percibiera de otro modo. Lo importante es la realidad espiritual que se contiene en esa comunicación extraordinaria de Dios a un alma que vive de Dios continuamente enamorada.

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