SANTA TERESA Y SU TRATO FILIAL CON DIOS
(26 de agosto de 1975)

 

            Nuevamente tengo la oportunidad de celebrara esta fiesta teresiana aquí, con vosotros, en la iglesia de este monasterio tan visitado pro todos aquellos que no tienen cerrado su corazón al recuerdo y al amor de Santa Teresa de Jesús. Para mí es muy grato siempre este encuentro renovado ya año tras año, desde hace algún tiempo, porque también me sirve para fortalecer mi espíritu…, teresiano y entrar un poco más en la meditación de esos pequeños detalles de piedad que nos ofrece en su vida Santa Teresa. Ya que no sepamos llegar a los de un alma tan distinguida como la de ella, que no descuidemos, al menos, aquellos a los que debemos aspirar los que caminamos por senderos más vulgares.
            Todos sacamos siempre gran provecho de una fiesta como esta. Y yo voy a tratar precisamente de responder a esta pregunta: “¿Qué beneficios espirituales pueden desprenderse de la conmemoración de este hecho de la vida de Santa Teresa, que ella nos narra con expresividad inimitable: la Transverberación? Es decir: su corazón traspasado por el dardo de aquel ángel que llega hasta ella y la deja sumida en un dolor y en un gozo suavísimos, indecibles, de calidad celestial; algo que no sabe cómo describir. Y por eso termina diciendo: “Yo suplico a Dios que ojalá se lo hiciera sentir a todos los demás para que pudiesen comprobarlo”.
            Aquí estamos nosotros. Hoy –y que nos perdonen las monjas del monasterio- la comunidad ha salido aquí, al templo; cuantos estamos aquí asumimos el privilegio vuestro y, miembros también de una comunidad más amplia que la vuestra, venimos a unirnos a vosotras para meditar por el bien espiritual que puede derivarse de la conmemoración de este hecho extraordinario de la vida de Santa Teresa.

Andariega, escritora y algo más

            El primero de todos, es que nos sirve para conocer mejor a la misma Santa Teresa. Deber servirnos para no quedarnos únicamente en un conjunto de imágenes estereotipadas y fijas que nos ha transmitido la historia. Porque con personajes de tanta grandeza suele ocurrir esto que digo: unos y otros nos hacemos a ciertos clichés que llegan hasta nosotros –con fundamento histórico y real-, pero no pasamos de ahí. Y ponderamos, con todo derecho, los singulares méritos, de toda índole, de aquella figura extraordinaria, pero se nos esfuman los detalles. No basta considerar a Santa Teresa como fundadora o reformadora del Carmen Descalzo, con todo el heroísmo de sus viajes. No basta que los mejores escritores y críticos de la literatura española nos presenten de ella retratos acabados en que nos la pintan como maestra en el decir. No basta lo que nos digan los psicólogos que tratan de investigar el núcleo más íntimo de su personalidad. Ni bastan siquiera sus cartas llenas de gracia, de tino y de fervor. No basta, no. Hace falta todavía un poco más. Hay que sorprenderla en los pequeños detalles que le brotan del alma. ¡Son tantos los que abundan en su vida! Ella, a pesar de que siempre escribió un poco forzada por el mandato que recibía –pues no gustaba hablar de sí misma-, nos dejó suficientes expresiones reveladoras de ese misterio tan rico de su intimidad religiosa. No nos basta el paisaje en su conjunto. Hay que oír el canto de los pajarillos que cantan con voz suave “no aprendida”, como dice fray Luis de León. Hay que ver, en el bosque, el árbol de figura caprichosa. Hay que seguir el curso del agua cristalina de un riachuelo. Hay que saber captar los detalles.
            Y este, concretamente este de su Transverberación en que aquel serafín le deja el corazón traspasado de amor y de dolor, haciéndole experimentar aquel fenómeno misterioso, de orden sensible, nos coloca de golpe en una perspectiva deliciosa de su intimidad con Dios y del trato de amor a que con Él había llegado merced a su esfuerzo, tan generoso. Pero y quiero fijarme en un detalle. Quiero haceros advertir con qué sencilla espontaneidad se manifiesta ella, levantada a esas alturas. ¡Lo ha experimentado vivamente! Se sabe capaz, apenas de describirlo. Y lo único que se le ocurre es que ¡ojalá todos pudieran experimentarlo para que sintieran lo mismo! No lo quiere solamente para sí. Desea que lo más íntimo y lo más rico de su trato con Dios se convierta en alimento común de unos y otros para que todos amen más y más a Dios.

Dios, nuestro Padre

            Un detalle como este, en la vida de Santa Teresa, nos sirve también para conocer más y más a Dios nuestro Señor, a Dios nuestro Padre. Y aquí no quiero dejar de advertir la paradoja que se está dando hoy. Nunca se ha hablado tanto de la Iglesia como Pueblo de Dios, familia escogida, familia de Dios. Términos bíblicos, empleados por el Concilio y que ahora se repiten sin cesar. Pero nunca como ahora han ido desapareciendo tanto las relaciones de intimidad con Dios. Y así está sucediendo que, cuando como es debido, viene a ser más proclamado este aspecto de hijos en relación con Dios nuestro Padre, es cuando, faltos de toda lógica, estamos haciendo una religión más áspera, más dura y más llena de exigencias racionalistas. Esto es profundamente extraño y me parece que es uno de esos fenómenos que se dan en las épocas de turbación de la Iglesia, que irán desapareciendo ciertamente, pero que debemos de hacer notar, para no caer en esas apreciaciones de la vida religiosa, alejada de la intimidad con Dios, que oíamos algunas veces.

Las revelaciones, relaciones de familia entre Dios y sus hijos

            En la revelación pública, lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento, aparecen detalles preciosos en que Dios se nos revela como nuestro Padre: Abraham, Moisés, Jacob, José…, en el Antiguo; la Virgen María y José, en el Nuevo, son criaturas escogidas, típicas, pero que representan a todo el Pueblo de Dios. Y Dios tiene con ellos detalles asombrosos de intimidad paternal y hace que ellos le respondan, a su vez, con detalles sorprendentes de piedad y de cariño filial.
            No podemos de ninguna manera equiparar las revelaciones privadas con la revelación pública del Antiguo o del Nuevo Testamento. Esta es de fe. Aquellas no están garantizadas por la Iglesia como ciertas. Lo que sí afirman de ellas es que no contienen nada que impida el que sean admitidas. Y en todos los casos en que sucede así, ocurre que la ley de relación de intimidad que preside la vida del Pueblo de Dios en relación con Dios nuestro Señor, sigue manifestándose con toda naturalidad en la vida privada de algunos seres escogidos por Dios mismo, dentro de su Pueblo. Tal es el caso de Santa Teresa de Jesús o el de Santa Margarita María Alacoque relacionado con la devoción y el culto al Sagrado Corazón de Jesús. O el caso de Lourdes, o el de Fátima.
            ¿Qué hay en todo esto, ya sea que el mismo Señor nuestro Jesucristo o su Madre Santísima intervengan par amover aun alma a un objetivo determinado, dentro de la Iglesia de Dios? Sencillamente esto: relaciones de estrecha intimidad, relaciones de auténtica amistad, relaciones de familia entre Dios y sus hijos. Con la diferencia que hay –repito- de la revelación pública a las privadas, según lo he indicado, porque de ninguna manera podemos identificarlas. Pero ya es suficiente la reflexión que hemos hecho sobre el carácter de las revelaciones públicas –siempre manifestativas del amor de Dios a los hombres-, para admitir con naturalidad las que, dentro de una coherencia perfectamente lógica, Dios puede hacer privadamente a algunas almas. Y no debemos rechazarlas cuando la Iglesia misma las contempla con respeto, aunque sin darles garantía de infalibilidad, porque no se trata de ello.
            He aquí, por qué, en la vida de Santa Teresa, al contemplar estos detalles tan preciosos de su existencia, vamos descubriendo también cada vez más, poco a poco, cómo es Dios. Y así entramos también a imitación de ella, y de los santos en general, en el círculo de la intimidad de Dios. Entonces es cuando comprendemos de verdad que se pueda rezar el Padrenuestro, esta oración que el mismo Cristo nos enseñó y que rezamos tantas veces sin ponderar lo que significa que una pobre y miserable criatura –como somos todos- pueda dirigirse a Dios diciéndole: “Padre nuestro, que estás en los cielos…”.
            De este concepto de la paternidad de Dios brota todo. Y en un alma santa, de tanta calidad espiritual como la de Santa Teresa de Jesús, aparecen fenómenos como el que hoy conmemoramos, que nos invitan a seguir sus pasos en nuestras relaciones filiales con Dios.

Envidia santa y trato con Dios

            Y aquí encuentro el tercer beneficio espiritual: la ejemplaridad fecunda. En relación con este episodio dichoso de la vida de Santa Teresa de Jesús, pienso en tantas religiosas carmelitas descalzas o de otras órdenes y congregaciones que, al leer este pasaje, habrán sentido el deseo de recibir alguna prueba de amor semejante, por parte de Dios nuestro Señor. Probablemente, habrá habido quienes habrán tenido un deseo inconsistente y vano, por carecer de merecimientos para ello y quienes, llevando una vida religiosa equilibrada y fundadamente santa, habrán reaccionado, en humildad, sintiéndose indignas de recibir una prueba tan delicada de amor. Y estas no habrán dejado de sentir la fuerza del dardo que quema. Mujeres consagradas a Dios, con su amor, con su existencia humana, con sus aspiraciones al bien, deseosas de un despliegue total de todas las facultades que integran su personalidad y que tienen centradas en Dios, que, en el silencio de sus celdas o en muchos momentos de su vida contemplativa, habrán sentido una santa envidia de semejante privilegio. No para que se repita nuevamente en ellas, porque, precisamente por ser dignas no se atreven a aspirar a tan grandes favores; pero sí para que el Señor les conceda la gracia de mantener con ellas un trato de amor en la humildad continua de su trabajo diario y de su entrega apostólica, de modo que, de algún modo, les anticipe en fe lo que les dará  luego en posesión como premio a su entrega y a la generosidad con que quieren irla realizando.

Para tratar de ser mejores

            Pero no solamente las religiosas. La vida de Santa Teresa es leída por millones de personas seglares de todas las religiones. No exagero. Y, al llegar a este pasaje, pienso que también muchas madres de familia y muchos esposos cristianos y muchos jóvenes buenos, de corazón limpio, sentirán cómo se acrecienta en su alma el suave amor a Dios, junto con un santo y delicioso temor que, precisamente por inspirarse en la grandeza divina, se les convierte en poderoso estímulo para tratar de ser mejores. Y, a medida que van adelantando en la piedad, experimentan también cada vez mayor paz y mayor gozo en sus relaciones y en su trato con Dios.
            Por consiguiente, creo que tenemos derecho a decir que la conmemoración repetida en este pasaje de la vida de Santa Teresa, nos proporciona a todos grandes beneficios.
            Y todavía pienso en otro, al cual voy a referirme brevísimamente.

El misterio del corazón del hombre

            Ya lo apuntaba antes, cuando hablaba de la situación de la Iglesia hoy. Creo que estamos muy necesitados de volver a un estado de espíritu que nos permita saborear las pequeñas delicadezas.
            No debemos convertir la religión de Cristo en un esquema mental que se limite a impulsar nuestras conciencias para llevar a cabo una invasora transformación del mundo, más conforme a los criterios humanos que según los  planes de Dios. Hay muchas ideas cristianas, muchos pensamientos evangélicos que están siendo deformados y, sin darnos cuenta, vamos cayendo en un extraño racionalismo que, poco a poco, despoja a la religión de Cristo –toda ella hecha de riquezas de intimidad y de dones del Espíritu Santo- de toda esa hermosura de su sobreabundante caudal de gracia, para convertirla exclusivamente en un programa sociológico que intenta ambiciosamente reformar “¡las estructuras!”, sin tener en cuenta el misterio del corazón de cada hombre. Ese, que Dios es el primero en respetar, cuando, por medio del ángel, se dirige a aquella doncella de Nazaret para pedirle su consentimiento a la mayor empresa que pudiera nunca soñar una criatura humana. Y está allí, pendiente de ella; mirándola con cariño y con respeto. Cariño de Dios Padre a aquella hija suya, que reacciona ofreciéndosele íntegramente y comienza a desgranar su vida en un rosario continuo de pequeñas delicadezas; detalles de intimidad con Dios, desconocido para nosotros porque el Evangelio apenas nos dice nada de la Santísima Virgen María, con haber sido tanto lo que ella hizo en la obra de la Redención. Señal bien clara de que, para ponderar los valores fundamentales que tantas veces contribuyen a que la Redención empiece o continúe, no hay necesidad de reducir las cosas a esquemas de la razón, puesto que empezamos por desconocer lo que pasó. Mal puede ser comprendida la Virgen María en un esquema racionalista, áspero, hiriente, cuando ni siquiera conocemos sus diálogos con Dios, fuera de aquel primero que aquel día se produjo con el ángel, y las pocas y brevísimas palabras que de ella nos constan en el Evangelio. Y así, tantas y tantas veces, a lo largo de la historia de la Iglesia, en las relaciones de sus hijos más santos con Dios nuestro Señor.
            Esto no quiere, por supuesto, decir que no debamos estar exigiéndonos cada vez a nosotros mismos en nuestra propia renovación y en nuestro trabajo apostólico, en relación con el mundo y con los demás hombres. Lo único que quiero decir es que para realizar ese apostolado de auténtica transformación que debemos procurar, no hemos de caer en el absurdo de querer eliminar del árbol bendito de la Iglesia de Cristo, estos detalles preciosos que aparecen en la vida de sus santos.

En vuestro cansancio y en el nuestro

            Ellos nos son ejemplo y guía. Ellos son luz de nuestros pasos en cualquier momento oscuro de nuestra existencia. En vuestro cansancio, religiosas; en el nuestro, sacerdotes; en la fatiga y en la angustia que experimentáis no pocas veces, vosotros, padres y madres de familia, podemos ciertamente recurrir directamente a Dios, o poner como mediador a Cristo, o como intercesora a la Santísima Virgen María. Pero podemos también acercarnos a estos testigos más próximos de nuestra condición humana, exactamente iguales a nosotros en la fragilidad de nuestra pobre naturaleza. En este caso, hoy, a esta hija de Ávila, Santa Teresa de Jesús, gloria no solo de la Iglesia española, sino de la Iglesia universal y del mundo entero; maestra eximia de las delicadezas del espíritu.
            Acercándonos a ella, la conoceremos mejor; llegaremos también a un conocimiento más vivo y más exacto de cómo es nuestro Padre Dios y nos será más fácil –por ambas razones- el trato filial con Él, que fortalecerá y, a la vez, endulzará nuestro espíritu, y nos aliviará y nos estimulará en nuestros cansancios para seguir adelante, hacia Él, nuestro camino.

 

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