SANTA TERESA Y LAS DELICADEZAS DEL AMOR
(26 de agosto de 1974)

            Una vez más celebramos esta fiesta de la Transverberación del corazón de Santa Teresa de Jesús, y yo me alegro mucho de poder participar en ella también, nuevamente. Es para mí una satisfacción y un honor al que correspondo con un saludo respetuoso y cordial al señor administrador apostólico de la diócesis y a vosotros, queridos sacerdotes, religiosas carmelitas de la Encarnación y hermanos todos en nuestro Señor Jesucristo.
            Al meditar esta tarde, en la capilla, sobre qué podría deciros, se me ocurrió pensar en cómo podría presentarse, hoy, la justificación plena de esta fiesta y de esta celebración de la Transverberación del corazón de Santa Teresa.

Una conmemoración singular

            A lo largo del Año Litúrgico vamos celebrando las fiestas del Señor, desde el Adviento, en que conmemoramos todo lo que significa preparación y espera de la venida del Salvador, hasta la Santísima Trinidad, origen y término infinitos de la vida de Dios, en sí, y en su relación de amor y de salvación para con los hombres. Las fiestas del Señor son, evidentemente, las fundamentales. Pero celebramos también las fiestas de la Virgen y los santos. Y, entonces, es como si quisiéramos contemplar la hermosura de la luz de Cristo reflejada en el rostro de su Madre bendita y en el de todos aquellos que se han distinguido en su servicio.
            Y, ¿qué ocurre? Sucede que, al celebrar el aniversario de su muerte, que es el día de su nacimiento para el cielo, solemos hacer una consideración global sobre el conjunto de su vida, fijándonos en los rasgos más salientes, por los que son conocidos en la historia de la santidad. Y así, cuando llega el 15 de octubre, fiesta de Santa Teresa, o el 31 de julio, fiesta de San Ignacio de Loyola,  pensamos o nos invita a pensar, no en el detalle, ni en la totalidad de esas vidas maravillosas que no podemos abarcar en una consideración lógicamente breve; sino en aquello que más les distingue: su carácter de reformadora o de fundador. Y así con los mártires, testigos de la fe, o con los apóstoles, predicadores de ella…
            Pero hay santos de los que conmemoramos, además de su aniversario, algún hecho aislado que es un aspecto, por decirlo así, específico de la particularidad de su vida. Y esto es lo que estamos haciendo hoy con Santa Teresa de Jesús.
            Es un poco lo que pasa cuando contemplamos un bello paisaje: por ejemplo, el que nos brinda la naturaleza, en el campo, siempre tan bello. Acaso estamos acostumbrados a contemplarlo miles de veces y, ciertamente, nuestra sensibilidad percibe perfectamente la belleza que posee. Pero si este mismo paisaje lo contemplamos de la mano de un poeta, que tiene una sensibilidad estética más perfecta que la nuestra, percibimos detalles nuevos. Y, acaso, sin que nos acompañe un poeta. Muchas veces basta la compañía de un labriego rústico o de un pastor que vive guardando su rebaño, y saben describirnos mejor que ningún otro el vuelo de un ave, las costumbres de un animalillo, la evolución de una planta o el reflejo de las luces del cielo sobre esos regatos de agua cristalina que corren por el campo. Y el día en que hemos hecho alguno de estos descubrimientos, nos gozamos con un placer estético mayor del que habíamos ya experimentado al contemplar el campo con nuestros propios recursos.
            En las vida de los santos hay también así…, como fiestas de familia, en que tienen que ayudarnos personas de una sensibilidad de amor especial para descubrir y celebrar un aspecto particular muy determinado. Esto es lo que tienen que hacer hoy con nosotros los hijos y las hijas de Santa Teresa de Jesús. Ellos son los poetas o los labriegos que conocen bien su campo. Nos traen aquí, y nos invitan a celebrar, en este monasterio de la Encarnación y en todos los monasterios del Carmelo, esta fiesta tan delicada y tan hermosa.

Una triple interrogación

            Quizá por esto y por todo lo que es y representa Santa Teresa de Jesús, podamos decir con toda verdad que Ávila, su ciudad y la vuestra, es una de las ciudades más visitadas, sencillamente por amor. Otras lo son por su grandeza, por sus recuerdos históricos, por el arte que encierran…, y no es que a Ávila le falte nada de esto –que tiene también tanto, que le sobra-. Es que lo que se busca aquí es, ante todo, una fragancia, un espíritu, una presencia. Se viene por amor y se viene desde todas las partes del mundo buscando, eso, la presencia y el recuerdo vivo de Santa Teresa de Jesús. Lo experimentamos un poco todos, hoy.
            Y entonces, se me ocurre plantearnos esta triple pregunta:
            ¿Qué significa esta fiesta para vosotras, carmelitas?
            ¿Para nosotros, sacerdotes?
            ¿Y para vosotros, seglares?
            Como veo también aquí bastantes religiosas que no son hijas del Carmelo, me permitirán las que están ahí ocultas, detrás de esas rejas, que, por esta tarde, las asocie a ellas con vosotras, para que lo que a vosotras os digo, llegue también hasta ellas, merced a esta ampliación que vosotras hagáis de vuestra bondad.

Contemplación gozosa, sí, pero comprometedora

            Pienso yo que a vosotras, carmelitas de la Encarnación, esta fiesta os invita a la complacencia. Y voy a explicar por qué.
            A lo largo de todo el año, vuestra entrega a Dios nuestro Señor en vuestra vida consagrada y vuestra devoción siempre creciente a vuestra santa madre, van invitándoos a imitarla a ella en sus trabajos, en su oración, en todas sus luchas –vosotras desde aquí- por la Santa Madre Iglesia a la que ella amaba tan ardientemente. Tenéis, pues, muchas ocasiones, a lo largo del año, que son una invitación fuerte a la vida de austeridad y desprendimientos de Santa Teresa, con todo el sacrificio de que seáis capaces. Debe haber también un día en que tengáis pleno derecho a la complacencia. Complacencia no evasiva, sino santamente comprometedora, porque os pedirá tres cosas: obsequio, fidelidad e imitación.
            Cuando hoy pensáis, como lo estaréis haciendo todo el día, en aquel momento misterioso de la vida de Santa Teresa, que nos habéis leído antes de comenzar la misa, de la Transverberación de su corazón por aquel ángel pequeño, que le atraviesa las entrañas con aquel dardo de oro, largo que, al salir, parece que se las arranca y se las lleva consigo, cuando pensáis en esto, hoy, digo, tenéis derecho a sentaros un rato, o de rodillas, según sea vuestra costumbre, dedicaros largamente a la contemplación amorosa, complaciéndoos, simplemente, sin orgullo institucional de ningún género, en tener una madre que fue capaz de recibir tal merced del cielo. Muchos días hacéis penitencia. Siempre, casi. Es ley de vuestra vida, y nunca soléis estar tristes, a pesar de toda esa penitencia corporal, y muchas veces espiritual, que habitualmente os acompaña. Tampoco hoy habréis dejado de hacer sacrificios. Pero, abrid vuestros labios y dibujad en ellos la amplia sonrisa de vuestro corazón y de vuestro espíritu, gozándoos en esta inenarrable delicia. Inenarrable –he dicho mal- porque ella la expresó soberanamente bien en uno de los capítulos de su vida. Y, sencillamente, quedaos, estad en familia, gozando de estas intimidades que a los familiares pertenecen, complaciéndoos en ella y dejando que vuestro espíritu se derrame gozoso dando gracias a Dios, una vez más, mostrándole vuestro contento de hijas pequeñas, de tener una madre tan dichosa.
            Dichosa, a pesar de que ella dice que el fenómeno extraordinario del dardo que atravesó su corazón la llenaba de dolor. La hacía prorrumpir en quejidos y exclamaciones de un dolor intenso del espíritu y, no escaso, sino harto, también del cuerpo. Pero a la vez, en una dicha y en un gozo espiritual que no son de este mundo.

Un poco de dardo

            Ahora, a vosotros, los sacerdotes. Vosotros me lo permitís, porque yo no pretendo dar lección ninguna, sino sencillamente decir lo que esta tarde meditaba, y escribía –porque fui tomando notas según reflexionaba- sobre el profundo significado de esta fiesta.
            Creo que, para nosotros, los sacerdotes, esta fiesta de la Transverberación del corazón de Santa Teresa es una invitación a la humildad, y diré por qué.
            Hoy, como consecuencia del momento eclesial que vivimos, del afán pastoral y del deseo de llevar la presencia de Cristo al mundo, de salvar a los hombres, de impregnar de sentido cristiano la cultura y la civilización, se produce no pocas veces una tensión frecuentemente agudizada y carente, alguna vez, de serenidad evangélica, por la que tendemos a simplificar demasiado las cosas. Y lo que es ya una tentación habitualmente nuestra en cualquier época –prescindiendo de esta que vivimos- se acentúa más vigorosamente aún hoy.
            Nos movemos con arreglo a esquemas muy cerebrales. Platicamos mucho. Manejamos con facilidad nuestros conceptos teológicos abstractos, y… ¡Ya está! Acaso nos contentamos con decir que hemos dado un paso más y que hacemos más reflexión bíblica. Pero caemos de nuevo sobre el libro de la Vida en el mismo error en que caemos en el libro de la Teología, que explica el libro de la Vida: la Biblia, y todo son planteamientos, juicios críticos, posturas a veces apriorísticas, exámenes, discernimientos en conformidad con cualquier ideología. Y entonces, la tensión –que es una fuerza evangélica sana- se convierte casi en una lucha apostólica. Pero no es la lucha del apóstol, sino la lucha de las tendencias apostólicas. Y esto nos quita la paz. Y ofrecemos al mundo tan solo eso: esquemas cerebrales. Yo creo que nos falta un poco de “dardo” en el corazón aunque no sea de oro, pero que nos atraviese un poco, y ponga en nuestras almas la dimensión del amor. ¡Básico! ¡Básico!

Respondamos a una pregunta

            No faltaría, acaso, quien al pensar en esta fiesta, dijera: es algo tan… ¡tan perteneciente al mundo de la fantasía! Un hecho del que no hay más testigo que quien lo narra y es, al mismo tiempo, el sujeto beneficiario del fenómeno místico. Descrito en la vida que de sí misma escribió. Algo tan extraordinario que, aunque las imágenes con que lo narra sean así de vivas que lleguen a hablar de desgarramientos físicos, es al mismo tiempo tan sutil, que resulta inaprensible. ¿Con esto vamos a evangelizar al mundo de hoy? Esta fiesta, acaso pueda ser buena para esa complacencia de las hijas del Carmelo…  Pero, para nosotros, en este mundo atormentado de hoy, esto, ¿qué puede significar?
            Digo que, tal vez, podrían hacerse preguntas de este tipo. Al que las hiciese, yo me atrevería modestamente a responder. Veamos.
            Prescindamos ahora de la descripción que de este fenómeno místico nos hace Santa Teresa de Jesús. Retengamos tan solo la idea de que, ciertamente entramos en un misterio de comunicación íntima del alma con Dios.

Los dardos del Evangelio

            Y ahora, cojamos el Evangelio, y si observamos a fondo la vida del Señor en su relación con quienes le rodean, vamos encontrando lo mismo.
            ¿Qué fue el Señor Jesucristo para la Virgen María, su Madre bendita? Desde el momento de su concepción virginal, en la pobreza y desamparo de su nacimiento, en su desaparición por tres días consecutivos en el templo, en la soledad de la vida pública. Es un “dardo”, que atraviesa el corazón de la Virgen entre dolores y dulzuras.
            ¿Y con los apóstoles? Los llama. Los inunda de un gozo inefable porque, aunque confusamente, perciben que están en presencia de alguien y de algo misterioso: el advenimiento del reino mesiánico. Los atrae con tal fuerza que le siguen. Pero inmediatamente les exige la renuncia total. Y ya están los rudos apóstoles, desde el principio, transverberados también. Con el corazón lleno de una secreta alegría que no saben describir, pero que los inunda porque han encontrado al Mesías. Pero juntamente con Él, las pruebas, las contradicciones, el dolor…
            Y lo mismo con Marta y María…, y con el Buen Ladrón, en la cruz. Le llena de esperanza asegurándole la posesión de la felicidad plena: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”… Pero le deja clavado en la cruz, sufriendo mientras le dure la vida.
            Esta sería mi respuesta para quienes se acercaran a este fenómeno de la Transverberación de Santa Teresa de Jesús con un criterio excesivamente crítico: la que puede parecer algo perteneciente solamente a la fantasía del mundo del espíritu, fue la ley normal de Jesucristo con los suyos, en el Evangelio.

Las bienaventuranzas tienen también su “dardo”

            Y las bienaventuranzas, ¿qué son?, ¿qué son sino un permanente contraste de alegrías y dolor? “Bienaventurados los que lloran”… ¡Es algo que solo puede decir el Señor! Pero ahí puso Él precisamente el secreto de su bienaventuranza. Por lo cual no es extraño que a un alma como la de Santa Teresa, a la que Cristo Dios preparaba para grandes empresas de amor, la llenase de él y sellara su corazón con ese fenómeno místico que ella nos refiere en su vida.
            Lejos de ser esta una festividad que permita la evasión, es una lección oportunísima para los que tenemos que evangelizar al mundo de hoy. Porque acaso nos sobre demasiado cerebro en el planteamiento de las cuestiones, y nos falte un poco de corazón humilde que se deje clavar por el Señor en las dulzuras y, a la vez, en los pequeños o grandes tormentos que van siempre unidos al seguimiento de Cristo.
            El sacerdote que admite esto en el secreto interior de su vida va también inflamándose de amor –como pedimos en la oración de la liturgia- y fortaleciéndose para las nobles empresas que le esperan, al servicio de la Iglesia, en la parcela que Dios le ha encomendado.
            Luego también vale para nosotros, sacerdotes esta fiesta.

El dardo de la delicadeza

            ¿Y para los demás? Para vosotros, seglares, distinción que hago simplemente porque a ello me lleva el orden lógico del pensamiento; no porque trate de discriminar clases.
            Pienso que, para vosotros, esta festividad es una invitación a la delicadeza. Para nosotros, a la humildad; para las religiosas, a la complacencia; para vosotros, a la delicadeza.
            Es muy delicada esta fragancia del espíritu de Santa Teresa. Muy hermosa. Permitidme que nos recreemos un poco en eso del dardo de oro, movido por un ángel pequeño, muy hermoso. Tenía que ser una mujer de dotes femeninas tan extraordinarias como las de Santa Teresa, la que supiera describir así aquella merced recibida.
            El mundo de hoy, en que os movéis y nos movemos todos, incluso el mundo cristiano y religioso de la Iglesia, quiere decir; el mismo ambiente eclesial de nuestras diócesis, de nuestras parroquias, de nuestra asociaciones apostólicas, de nuestros grupos de trabajo en conexión con el mundo, están muy necesitados de delicadeza.

No basta, no basta

            Hay demasiada turbación y tensiones excesivas. Hay, a veces también, una tendencia a reducir vuestra vida cristiana a esquemas intolerables que no pueden darse en una religión en la que el mismo Cristo –Verdad revelada- empieza por decirnos que a aquel que guarde su palabra vendrá Él y, juntamente con Él, el Padre y el Espíritu Santo y harán su mansión en él. No se puede reducir nuestra religión a la simple observancia de los mandamientos, aunque ellos sean la norma que dicta la moral cristiana. Pero peor todavía  es desnaturalizar los mandamientos hacer de ellos una interpretación esquematizada, desmodulada, de la que solo se van reteniendo cuatro cosas que no choquen con el ambiente sociológico actual, mientras que de todo lo demás dicen, se nos dice, “que no tiene importancia”. Y así, poco a poco, casi insensiblemente se va perdiendo el espíritu de oración, el espíritu de modestia, el espíritu de amor fraterno. No basta tener caridad “en abstracto”, en general; hay que amar a cada uno con amor fraterno. No basta tener castidad; hay que tener detalles delicados en su observancia: respeto, veneración, sentimientos de benevolencia y de cooperación…, todo, en fin, lo que está faltando en el mundo de hoy. No basta tener sentido de la familia reduciéndolo al núcleo íntimo de lo que representa la unidad e indisolubilidad del matrimonio. Hay que tener reverencia ante el hecho de la familia como “pequeña iglesia doméstica” que es “el templo”, donde los esposos, los padres, los hijos, los hermanos, se ayudan a vivir juntos el amor de Dios, sobrellevando las pequeñas o las grandes cruces; rezando juntos para pedir a Dios las fuerzas necesarias para seguir caminando a una.
            Es decir: no basta nunca la observancia meramente exterior. Estamos necesitando una explosión de delicadezas interiores, de las que está tan falto el mundo de hoy y que necesita muy particularmente la Iglesia de nuestros días.
            ¡Delicadeza, hermanos, delicadeza! Y qué hermosos detalles de ella nos ofrece en su vida Santa Teresa en su fidelidad a la Iglesia.

La voz de la Iglesia

            ¡Qué pena! En todos estos años se ha estado repitiendo que hay que pensar en la Virgen María como tipo de fe, y servidora de la justicia de Dios, mientras se trataba de despojarla al mismo tiempo de los privilegios que constituyen su más rica intimidad. Se pretendía reducirla también a un esquema cuando es la plenitud de la gracia. Pero bien el papa Pablo VI y, en su exhortación apostólica Marialis cultus, después de exponer la teología del misterio de la Virgen María, no se desdeña de bajar a los pequeños detalles, ¡y hay que ver cómo nos habla del Rosario y del Ángelus! También se nos habían dicho muchas cosas equivocadas sobre el culto eucarístico fuera de la misa. Y viene la instrucción de la Sagrada Congregación volviéndonos a hablar de lo que nunca debiéramos haber abandonado: las visitas al sagrario, la exposición del Santísimo, las procesiones del Corpus…, y así, también a lo largo de todos estos años, la Iglesia, en todos sus documentos, nos ha ido exponiendo delicadamente estas verdades centrales de nuestra fe que iban quedando oscurecidas por la confusión reinante.

La señal de la cruz y el agua bendita

            Delicadeza, hijos, y fidelidad a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. Buen ejemplo nos da de ella Santa Teresa, por ejemplo, en su devoción al agua bendita. Y no es un ejemplo que sobre porque ya ha desaparecido casi de nuestras iglesias. Ella, sin embargo, pondera qué bien obra la Iglesia en todas sus determinaciones, y comprueba que si para ahuyentar al enemigo es poderosa la señal de la cruz, es todavía más eficaz el agua bendita. Y declara la Beata Ana de S. Bartolomé en el proceso de beatificación de Santa Teresa, que, en sus viajes, gustaba de llevar pequeñas cantimploras llenas de agua bendita, que solía tomarla siempre antes de rezar el Oficio divino y que le era refrigerio no solo corporal sino espiritual también. Porque sabía que, a través de ese elemento de la creación –que la bendición de la Iglesia ha convertido en un sacramental- recibía de Dios algo de los beneficios de la Redención. ¡Esto es fe! Pero fe delicada; fe de detalles, que son como rosas fragantes de un jardín amorosamente cultivado, cada día, con la plenitud filial y los estímulos interiores de una entrega ardiente al Señor.

Amar a Dios por sí mismo

            Yo me rindo ante el ejemplo de estos santos y pienso, ¿por qué no seremos capaces de incorporar a nuestra Iglesia toda la sana y espléndida renovación que quiere el Concilio Vaticano II y continuamente nos urge el Papa, conservando, a la vez, las necesarias delicadezas en nuestro trato con el Señor? De verdad, ¿tenemos fe en el Señor? ¿Creemos que Él está presente entre nosotros? O, ¿nos vamos contentando con esos tópicos, tan frecuentes ahora, de que con atender al prójimo ya está todo hecho? ¡Que no, hijos, que no! Es muy cierto que no amamos al Señor si no amamos a nuestro prójimo. Pero el Señor tiene su identidad propia y es la que debe ser reconocida, adorada, amada en sí misma, porque solo de Él e imitando los ejemplos de su vida tendremos fuerzas para amar a los demás y para contribuir con Él a la salvación del mundo.
            Y nada más, hijos, porque me haría interminable. Pero es que cualquier detalle de la vida de Santa Teresa es una lección de perenne actualidad.
            Y, para terminar, os pido a vosotras, carmelitas de la Encarnación, que ya que hoy ha sido la fiesta de vuestra complacencia, mañana, o esta misma noche, empecéis una jornada de oración y de sacrificios ofrecidos por amor, por todos los que hemos estado aquí, con vosotras hoy, para que aprendamos estas lecciones de humildad y de delicadeza y vayamos todos siendo mejores, cada uno dentro de nuestro propio estado.

 

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