LA TRANSVERBERACIÓN DEL CORAZÓN DE SANTA TERESA: UNA CONMEMORACIÓN PROVECHOSA PARA TODOS
(26 de agosto de 1973)

 

            Debo a vuestra cortesía la oportunidad, ya varios años repetida, de participar activamente en esta fiesta de la Transverberación de Santa Teresa de Jesús. Nunca he rechazado esa oportunidad cuando se me ha ofrecido, gracias, como digo, a vuestra bondad. Participo en ella siempre con gozo y con provecho para mi espíritu. Provecho y gozo que espero experimentéis también todos cuantos estáis aquí, y no sois pocos, para vivir aunque sea solamente durante unos minutos el recuerdo intenso y fervoroso de esta singular vida de nuestra madre Santa Teresa de Jesús, en la cual aparecen fenómenos tan singulares como este de la Transverberación, que hoy conmemoramos.
            Y quiero, en primer lugar, felicitaros a vosotras, a carmelitas descalzas, que habéis sido animosas y habéis demostrado espíritu de fidelidad para hacer las gestiones precisas –en las cuales, modestamente, yo he tenido también la satisfacción de ayudaros-, con el fin de que no fuera suprimida esta fiesta en el calendario que vosotras seguís a lo largo del año. Merecéis esta felicitación por vuestro sentido del amor y de la delicadeza.

Hasta la división del alma y el espíritu

            Esta fiesta de la Transverberación del corazón de Santa Teresa de Jesús tiene una significación muy profunda. Ahí, en el lugar que ocupa hoy esa capilla, junto a ese ángulo, donde aparecen escritas parte de las palabras que nos han sido leídas, tomadas del libro de su Vida, es donde tuvo lugar esa manifestación espléndida del amor de Dios a Santa Teresa de Jesús y del amor de la santa a Dios nuestro Señor.
            Lo de menos es el fenómeno en sí. Ella lo describe preciosamente, con tal realismo que, evidentemente, el que lo lee y más si conoce el conjunto de su vida, se da cuenta de que está en presencia de una verdadera visión, no de una actitud exaltada de una visionaria. Pero digo que eso es lo de menos y que no debe producirnos ninguna extrañeza el que las comunicaciones de Dios con Santa Teresa de Jesús se manifestaran así o de otra manera.
            Acabamos de oír también en la Carta a los Hebreos, que la palabra de Dios penetra como espada de dos filos hasta las divisiones del alma y del espíritu y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Esa palabra de Dios, que es palabra y acción a lo largo de toda la Revelación, tal como se nos transmite en la Sagrada Escritura, se manifiesta sobre los hombres con múltiples efectos y produce esas extraordinarias manifestaciones en el corazón de cada uno de los que quieren escucharla. Es como un fuego; es un dardo; es una espada que atraviesa el alma de los hombres y descubre sus secretos. Los descubre para iluminarlos y para ofrecer una orientación segura en el camino de la vida.

Fineza de Dios con sus amigos

            Pues bien: lo mismo que hace esa palabra de Dios de una manera, diríamos “oficial”, en cuanto es garantizada por la Iglesia en su expresión en la Revelación divina para conducir a los hombres por el camino de la salvación, lo mismo puede hacer la palabra de Dios dirigida de un modo especial por Él a uno de sus elegidos.
            Esa palabra será un día una invitación a que Santa Teresa mire con especial contemplación aquel Cristo llagado, ante el cual empieza a producirse en ella la gran conmoción que habría de llevarla a la cumbre de la santidad. O puede ser esto otro: la visión de un ángel hermoso, no muy grande, como un querubín, que con un dardo de fuego penetra en las entrañas de su amor. O pueden ser tantas y tantas llamadas y luces con las cuales Dios se le comunica a lo largo de su vida, con el fin de ayudarla en la misión especial que le había encomendado.
            Yo no tengo la menor dificultad en admitir que, supuesta una relación de amor entre Dios y los hombres, se produzcan en el alma de alguno de ellos, llamado a especiales destinos por designios de Dios, comunicaciones también muy singlares. ¿Por qué vamos a extrañarnos? La Transverberación del corazón de Santa Teresa no es un fenómeno aislado en su vida, no es la exaltación de una hipersensibilidad espiritual truncada, solitaria, desconectada del conjunto de todas sus actuaciones. ¡No! Es como una nota más en esa melodía armoniosa que es la conjunción de todos sus actos, de todos sus amores, de todas sus entregas progresivas y cada vez más intensas a Dios nuestro Señor. Y así es como hay que contemplarlo.
            Nosotros nos reunimos hoy aquí para conmemorarlo, seguros, como decía al principio, de que somos los primeros beneficiarios de esta conmemoración.

Una palabra que no empleo con gusto

            Tiene, además, una especial significación el hecho de que nos reunamos en esta iglesia de la Encarnación para conmemorar este episodio tan singular. Y aquí voy a hacer una precisión que podrá parecer extraña, pero que estoy seguro dejará de serlo en cuanto meditéis conmigo un poco en el análisis sencillo que hago.
            Tiene, digo particular interés, porque nos es muy útil, hoy, en la situación actual de la Iglesia en que vivimos.
            He pronunciado una palabra que no empleo con gusto. Es la palabra: útil, porque da la impresión de ceder un poco ante el criterio utilitarista de la época. Pero yo la empleo deliberadamente para significar que es verdaderamente útil para la Iglesia de hoy que conmemoremos hechos de esta índole y que sepamos encontrarnos aquí, sacerdotes, religiosos y fieles seglares en unión con esta comunidad de carmelitas descalzas.
            No es fiesta únicamente para estas monjas que están ahí, tras esas rejas, en el coro desde el que participan con nosotros en el santo sacrificio de la misa. Es fiesta también para nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos  fieles seglares metidos en el mundo hasta los ojos. Es útil que nos detengamos en la contemplación de estos fenómenos, extraños solamente para nuestra rutina; normales en la comunicación de Dios con sus almas escogidas.

Hay que adorar a Dios. Reconocer su grandeza

            Es útil, en primer lugar, porque nos permite conocer esos designios de Dios y adorarle al contemplar esas manifestaciones tan sublimes de su amor. Y una de las cosas que más necesitamos hoy, en la Iglesia actual del post-concilio, es detenernos para adorar; detenernos en silencio ante la majestad de Dios y prescindir, siquiera por unos momentos, de tantos afanes como nos agitan en relación con lo que llamamos el apostolado, para detenernos en la grandeza de ese Dios que sabe comunicar tales maravillas a los hombres, y adorarle. Sencillamente eso: adoración, reconocimiento de su grandeza y de su misterio de amor.
            No detenernos exclusivamente en nuestras pequeñas polémicas, en nuestras torpes discusiones sobre cómo hemos de evangelizar al mundo, sino abrir más la mirada para comprender que solo ahí, en la grandeza infinita de un Dios que se comunica, se encuentran las raíces del amor que nosotros queremos llevar a los hombres.

Fidelidad de las almas santas

            Es útil, en segundo lugar, porque nos permite también conocer la grandeza de algunos elegidos: hombres, mujeres, elegidos, sí, por Dios, pero fieles a Él con una fidelidad que en todo momento correspondió a la gracia de la elección, y que en virtud de esa conversión continua –de que tanto hablamos hoy abusando retóricamente de la palabra y también de su contenido-, en virtud, digo, de una conversión continua de su corazón, llegan al místico desposorio: unión divina de amor entre el alma de una criatura y el Dios que la ha puesto en el mundo y la ha redimido.

La contemplación, raíz de la acción fecunda

            Y es útil, en tercer lugar, porque nos permite también descubrir dónde están las raíces de la fecundidad espiritual de nuestros trabajos apostólicos: obispos y sacerdotes; y de los vuestros seglares, que vivís las preocupaciones de una familia o de una profesión; y de los que afrontáis vosotras, religiosas, dedicadas a distintos ministerios según pertenezcáis a una u otra congregación.
            Las raíces de la fecundidad espiritual de nuestra acción están ahí: en esas operaciones misteriosas, pero sencillas. Que son misterio porque es una comunicación extraordinaria de Dios sobre el cauce de lo más sobrenatural en relación con una criatura; es sencilla, porque se reduce a eso, a un coloquio de un alma que cree y ama y a un Dios que da respuesta a esa fe y a ese amor. En ese sentido es sencillo, porque Dios puede convertir en sencillez las operaciones que a nuestros ojos son las más difíciles y las más incomprensibles.
            Pues, bien, ahí, en esa comunicación con Dios está el secreto de nuestra fecundidad. Esta es la gran utilidad de los contemplativos, de almas como éstas, las carmelitas descalzas, porque viven en sus monasterios, y tantas y tantas esparcidas por el mundo y continuamente enriqueciéndose con la doctrina y los hechos de vida de Santa Teresa de Jesús.
            No hay vida contemplativa que no induzca a la acción, y si no se puede realizar una acción apostólica porque el género de vida lo impide, porque se vive encerrado en la clausura, el alma es capaz de romper las paredes, siempre ayudada por la gracia de Dios, y poner secretos de apostolado que darán su fruto cuando menos lo pensemos en cualquier parte del mundo donde habitan los hombres.

Ayudar al Crucificado

            Las almas contemplativas, las que viven esta unión con Dios, las que se dejan traspasar el corazón con el dardo de la Palabra Divina que puede ser una frase del Evangelio, una meditación sobre Cristo crucificado, un ángel que Dios envía, ¿qué más da?, esas almas siempre tienden a realizar –y de hecho realizan- un apostolado activo de primer orden.
            Es la misma Santa Teresa de Jesús la que nos expone esta doctrina precisamente cuando habla de séptima morada, y dice con palabras más o menos parecidas a estas: que le causa espanto aquellos que desean morir para gozar del Señor porque cuando se llega a este grado lo que se anhela es no morir, sino seguir adelante, y que no se busca ya la propia satisfacción. De tal manera que si a un alma se le asegurase poder salir de este mundo para poder gozar de Dios, esa alma rehusaría, porque lo único que querría es ayudar al Divino Crucificado y hacer que fuera más amado y más conocido donde quiera que existan hombres que puedan meditar en Él. Esto dice Santa Teresa hablando de las almas que llegan al grado supremo de la contemplación, y bien visible se hizo ello en todo el conjunto de sus actuaciones a lo largo de su vida tan rica y tan fecunda.

Perenne cercanía de Santa Teresa

            He ahí brevemente expuestas, porque no debo abusar más de la consideración que me prestáis con vuestra atención respetuosa, brevemente expuestas, lecciones que tienen una aplicación y un valor inmenso para nosotros en la Iglesia de hoy.
            ¡Qué bien que de cuando en cuando vengamos a estos monasterios y nos acerquemos aquí hombres y mujeres, ya del mundo entero y de todas las religiones, particularmente a este monasterio y al de San José, buscando algo que en el mundo no se encuentra!
            No solamente el recuerdo; no solo se quiere encontrar la huella histórica de esa mujer singular que ha merecido todas las alabanzas de parte de la cultura y de la civilización cristiana contemporánea. Se busca algo más: el secreto del espíritu, de lo sobrenatural, de la unión con Dios.
            A Santa Teresa se la respeta, se la quiere; la sentimos próxima a nosotros, sabemos que está colocada, gracias a la fidelidad con que respondió a los designios de Dios, a una distancia que consideramos inaccesible a nuestra pobreza espiritual. Y, sin embargo, casi sentimos que nos va a dar la mano. Así es ella, de humana y de rica en su generosidad. Algo percibimos cuando venimos aquí y nos damos cuenta de nuestro interior de que lo mismo para la vida de la Iglesia que para las relaciones de los hombres en el mundo hay que tener valentía y humildad a la vez, de buscar la paz del Señor; esa paz que se logra en el silencio de la oración y de la contemplación. Una paz hecha de dolor o de ternura, de amores casi infinitos y de realidades cotidianas tan duras y vulgares como las que podemos padecer cualquiera en las más normales condiciones de nuestra vida. Una paz que no es de este mundo, pero que ha sido prometida por Dios en este mundo para los que creen en l y los que quieren seguirle.

Un manantial que el mundo necesita

            Queridos sacerdotes, religiosas, queridas familias cristianas, demos gracias a Dios nuestro Señor porque nos permite este privilegio de poder encontrarnos hoy aquí en el mismo lugar donde se realizaron estos fenómenos extraordinarios que hacen tan singular y tan rica la vida de Santa Teresa. Y démoslas también a las religiosas carmelitas que mantienen encendida la antorcha y, sin preocuparse, con esa serena impavidez de los que tienen fe, saben continuar su camino alabando a Dios, ofreciendo el don de su vida con esa alegría, con ese gozo tan normal que es siempre un encanto para el que puede descubrirlo en tan simple conversación que con ellas se tenga. No se envanecen, no, porque saben que ello no es un don suyo, es don de Dios que llega a sus almas en virtud de esa amorosa correspondencia con la cual tratan de serle fieles.
            El mundo necesita mucho de esa alegría, de esa paz y de esa fidelidad en el servicio de Dios. ¡Mejor nos irían las cosas en todos los campos de la actividad apostólica, si supiéramos detenernos de cuando en cuando junto al agua que brota de ese manantial tan puro!

 

 

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