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BODAS DE ORO DE LA DESCALCEZ DEL MONASTERIO 26 de agosto de 1990 Una vez más nos encontramos aquí, por mi parte con mucho gusto después de haber hecho el pequeño esfuerzo de venir, después de estar esta mañana en un monasterio cisterciense de la provincia de Burgos, en el pueblecito de Villa Mayor de los Montes, donde estaban reunidos los abades y abadesas de monasterios cistercienses de España, para iniciar las conmemoraciones del noveno centenario del nacimiento de San Bernardo de Claraval. Dolor físico y deleite espiritual Cristo muy llagado Primero, en este fenómeno de la Transverberación me da la impresión como de que se da la culminación de un proceso; ha habido un proceso espiritual en la vida de Santa Teresa que culmina ahora de momento ahí en ese hecho prodigioso. ¿Cuándo empieza ese proceso? Hay un detalle importantísimo en la vida de Santa Teresa que tiene lugar también en este convento de la Encarnación, y yo tengo hoy como el deseo de ponerlo de relieve aquí y someterlo a vuestra capacidad crítica, sobre todo la vuestra, religiosas, que tantas veces meditáis cualquier detalle de la vida de Santa Teresa. Hay un dato importantísimo que tuvo lugar antes de la Transverberación. Es el encuentro de Santa Teresa con aquel Ecce Homo, una imagen de “Cristo muy llagado, tan devota, que en mirándole, toda me turbó al pensar en lo mal que yo había correspondido a lo que Él había pasado por nosotros, y de tal modo lo sentí –sigue diciendo en su vida-, que derramé abundantísimas lágrimas y me arrojé cabe Él, y me parecía que se me rompía el corazón suplicándole que ya nunca más pudiera ofenderle”. El corazón roto de pena ¿Veis? Otra vez el corazón. En la transverberación su corazón es atravesado por el dardo de un ángel del cielo; aquí, a ella misma le parece que se rompe de amor. Hay una diferencia: en la transverberación todo es el requiebro amoroso de una gracia divina; aquí es el dolor de una criatura arrepentida. El corazón se rompe de pena al ver aquella imagen de Cristo llagado que tan bien representaba los dolores de su Pasión por todos nosotros. Ella se arrepiente; no siente más que el deseo de ofrecerle todo lo mejor que hay en su vida e iniciar un camino en que ya nadie le aparte de un amor que va a ir creciendo cada día. Aceptar las humillaciones ¡Qué lección para nosotros, religiosas y hermanos, queridos sacerdotes! Es muy fácil sacarla; es muy difícil cumplirla. No hay progreso en la vida espiritual sin que haya un propósito de abrazarnos con la cruz, de ver a Cristo llagado y de percibir lo que Él ha sufrido por nosotros y de arrepentirnos hondamente de nuestra falta de correspondencia amorosa. No hay vida cristiana auténtica mientras no se den pasos por aquí, con dos decisiones dentro de esta idea fundamental. Capitán amado Y aquí viene la segunda significación que encontramos en esta meditación homilética sobre este pasaje de la vida de la santa. Es culminación de un proceso, pero es, en segundo lugar, estímulo para seguir adelante: el premio que le daba Dios a ella para animarla. Es como la voz de su Capitán amado, y no pronuncio ninguna palabra extraña, porque pertenece al lenguaje que ella misma utilizó. Nobleza de alma ¡Qué prodigio de vida tan santa! Las fundaciones de conventos de monjas y de frailes de la orden que ella inspira y alienta, el sometimiento de su vida y de sus intenciones a las autoridades de la Iglesia con tanta elegancia espiritual y tanta confianza en Dios, la grandeza y nobleza de su alma que podía haberle permitido alguna vez considerarse, en virtud de sus cualidades humanas, muy superior a las personas con que tenía que tratar, y sin embargo, nunca se manifiesta así. Lo único que brilla en ella en el trato con los demás es esa perfecta y espléndida naturalidad que la hace nunca ser desafiante, pero nunca tímida; valiente, pero nunca temeraria; amistosa con todos en sus conversaciones y en mil detalles de la relación humana, pero nunca entrometida ni frívola. Es un prodigio de equilibrio dentro del cual va moviéndose sin cesar aquella alma privilegiada, hasta que llegue a las máximas alturas. “Ya es hora que nos veamos” Después de una vida tan agitada, en el año de 1582 va hacia Alba de Tormes devorada por el cáncer que está destrozando su organismo, y allí, buscando la estrecha celda en que va a morir, puede decir esa frase: “No me queda sano ni un solo hueso”. Entró fácilmente en la agonía, y dicen que su rostro, que hasta entonces marcaba las fatigas y sufrimientos de una vejez prematura, se quedó blanco como una luna llena y hermoso, en espera de que se realizase aquello que ella misma dijo con voz agonizante: “Ya es tiempo de verte, mi Amado”. España de santos Atrás quedaban tantos recuerdos. Los de este convento de la Encarnación, donde ella empezó; los de la ciudad amada, Ávila de los Leales, Ávila de los Caballeros, Ávila de los Santos, con sus calles estrechas y sus plazuelas recoletas, con sus murallas, con sus templos, los parroquiales y conventuales, con las mil campanas que sonaban por las mañanas y que alegraban su corazón tantas veces; todo iba quedando ya sumergido en esa visión última hasta que se terminaran de cerrar sus ojos iluminados y sonrientes. Atrás quedaba todo el esfuerzo realizado en compañía y bajo el aliento de San Juan de la Cruz, el santo prodigioso, el enamorado de la belleza divina que tan bien supo expresarla en su poesía única, inimitable para los hombres de la tierra. Atrás iban quedando sus conversaciones con tantos confesores, directores espirituales que unas veces la animaron –dándole la tranquilidad que pudo recibir de un San Pedro de Alcántara o un San Francisco de Borja-, y otras importunaron gravemente su conciencia. Y atrás iba quedando aquella visión que tuvo la noble mujer española, hija de estas tierras, cuando sentía que su alma se rompía también de dolor con solo pensar que los luteranos podían quizá destruir el vestigio de la fe católica en esta su España amada. Todo iba quedando atrás. Lo único que aparecía cada vez más nítido, como imagen que de nuevo llegaba hasta sus ojos, era precisamente la del Cristo llagado que ahora se presentaba ante ella como iniciando la salida del sepulcro, ya resucitado y glorioso, con el cual esperaba ella encontrarse para una felicidad sin fin. Bodas de oro de la descalcez Esto es lo que ella nos ha legado y lo que ha dejado a vosotras, queridas carmelitas, que sois capaces de hacer también una fiesta, con todo derecho y bien justificada, al conmemorar los cincuenta años de la descalcez en esta comunidad de la Encarnación. ¿Por qué no habéis de conmemorar esas fiestas de familia? Fue como el abrazo definitivo de esta comunidad con aquel intento de señalar caminos de perfección en la forma en que Santa Teresa lo estableció. Las penitencias externas querían ser, incluso en ese detalle de la descalcez, como una manifestación de las carencias y privaciones a que voluntariamente se someterían aquellas hijas que teniéndolo todo en este gran monasterio se abrazaron a las paredes estrechas y pobres de la casita de San José. Que podáis celebrar siempre así este detalle y otros cuando lleguen, porque llegarán muchos en vuestra vida, de delicadezas para con la santa. Abriendo las páginas del Libro de la Vida, podríais conmemorar a cada paso hechos que allí se narran, y que pueden tener una nueva documentación con el amor de nuestros corazones en cualquier fecha que podáis vosotras caprichosamente señalar en el decurso de cada año. San Bernardo y Santa Teresa, místicos Cuentan los biógrafos de San Bernardo que, cuando él entró en la primera abadía del Cister, en algún momento que tuvo de dudas ante la dureza de la vida emprendida, se decía a sí mismo: “Bernardo, ¿a qué has venido?”. Y dicen que en ese momento disipaba toda tentación que podía afligirle y perturbarle para seguir, lanzado con una decisión descomunal, si pudiera caber este término tratándose de un afán de santidad, como una decisión totalizante de asumir todas las mortificaciones y penitencias y durezas de aquella vida del cister que quiso renovar la herencia de San Benito. A la muerte de San Bernardo, los monasterios de cistercienses se han extendido ya por toda Europa. Él consumó también aquel proceso, en un caso parecido al de Santa Teresa hasta en ese detalle. Los dos, verdaderos místicos, y los dos sin poder estar en sus conventos un momento tranquilos, porque les obligaron a salir para fundar esta casa, para arreglar el problema de aquella comunidad, para poner en paz a unos con otros, para lograr la concordia entre los hombres. Por un deber de fraternidad –decía San Bernardo-, tenemos que estar entre los hombres para aliviarles en los problemas que padecen. Santa Teresa también lo hizo, porque por todas partes puso la alegría del servicio a Dios y el afán de servir a los hombres, concretamente a los hombres y mujeres de su Orden carmelitana, señalándoles el camino e perfección que tenían que seguir. |
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