LA TRANSVERBERACIÓN Y LAS COMUNICACIONES DIVINAS
(26 de agosto de 1987)

 Resonancias teresianas

            Me alegro mucho de poder celebrar una vez más la santa misa en este día en que celebramos la Transverberación de Santa Teresa, aquí en esta iglesia, en la iglesia de este monasterio tan histórico y tan lleno de vivencias y resonancias teresianas. Son ya tantos años…, pero no me resulta difícil encontrar un motivo para hacer una consideración que se haga –espero- de un modo provechoso. Porque todo lo relativo a la vida de Santa Teresa tiene un fondo inagotable y así, se me ocurre que hoy podríamos hacer una pregunta: ¿qué es eso de ese ángel que ella ve en esta iglesia, muy hermoso, no muy grande, con un dardo de oro lleno de fuego que se clava en su corazón, que penetra en sus entrañas y la hace sentir un dolor profundo y a la vez un gozo grandísimo y que ella quisiera que eso se repitiera sin cesar, aunque tuviera que seguir sufriendo y amando y gozando? ¿Qué es esto? Es el misterio de las comunicaciones divinas con las almas de los que le aman de verdad. La forma puede resultar muy diversa.
En las visiones imaginarias interviene la imaginación del que es regalado con esa gracia del Señor, pero eso no significa que no haya una noción celestial, una fuerza divina, una gracia que el Señor comunica a esa persona a la que quiere llevar al plano de perfección y de unión con Él que Él establece. Lo sustancias es que en ese fenómeno se ha producido como una inundación especial de amor, de sentimiento, de gozo en la comunicación de Dios. La forma en que se produce estoy cómo ella lo describe, es secundario. De algún modo tiene que sentirlo y reflejarlo en sus potencias corporales un alma espiritual, y ella lo refleja así.

Una entrega mayor

Ese día o días en que la santa sintió esto –habla en ese capítulo XXIX de su Vida de que fueron varias veces-, Santa Teresa se habría levantado a la hora acostumbrada, habría arreglado su celda muy pobre, habría venido a la iglesia con las demás monjas del monasterio. Hicieron la oración, participaron en la santa misa, recibirían la Eucaristía. Terminada la misa y los demás rezos siguieron los trabajos normales conforme a la distribución del tiempo y, en un momento determinado de la mañana, cuando fuera tiempo libre, ella volvió a esta capilla, ahí, hacia esa parte –la capilla no estaba como está ahora, por supuesto- y, puesta en oración y luchando por una entrega mayor de su alma al amor de Dios en la empresa en que estaba ya situada, siente ese fenómeno espiritual y místico que describe tan graciosamente. Y prorrumpe, aunque no externamente, en quejidos –dice ella-, quejidos de dolor, pero mezclados de sentimientos de goce suavísimo. Terminó la visión. Ella se levantaría; iría después a seguir la distribución del tiempo tal como la hacían en el convento. Nadie se enteró, solo en el silencio interior de su alma seguía vibrando durante aquel día el efecto espiritual de la comunicación, del regalo divino que ella había experimentado. Nadie se enteró. Más tarde se entera algún confesor suyo y después, porque le ordenan que escriba su vida, nos hemos enterado todos.

Comunicaciones divinas

Esto me da pie a mí para pensar o preguntarme: ¿esto solamente se da en el alma de Santa Teresa? ¿Un fenómeno de esta índole es tan raro que solamente es vivido por ella, de forma que ahora podamos leerlo en su autobiografía y consolarnos también con esa narración, año tras año, cuando venimos aquí? No, no, hermanos, no; estamos aludiendo al misterio de las comunicaciones divinas entre Dios y el hombre, y estas se dan con mucha más frecuencia de lo que creemos. Lo extraordinario puede ser lo que hay aquí de imaginativo y que nace de la condición temperamental de Santa Teresa o de la forma ilustrativa con que la gracia de Dios quiere manifestarse en ella. En ese momento, ella piensa continuamente en el cielo, en la gloria de Dios, en la humanidad de Cristo, en la gloria de los bienaventurados. Es una mujer que va santificándose diariamente y en sus oraciones y mortificación y en sus entregas incesantes de amor, va como elevándose cada vez más, a lo que por la revelación sabe que es la gloria del Señor: el cielo, y piensa en ese gozo y se imagina ella que tiene allí hasta su alma, y se produce ese fenómeno. Esto se produce de una manera extraordinaria en ella, pero esto es frecuente y normal en muchas almas cristianas.

San Ignacio de Loyola

Primero, se dan frecuentemente estas comunicaciones divinas en los que se convierten, cuando la conversión es muy sincera y muy profunda, por ejemplo, San Ignacio de Loyola. Cuando está convaleciente de la herida que sufrió en Navarra peleando contra los franceses, estando en Loyola, adonde le han llevado para que encuentre allí el alivio de su casa paterna, empieza a leer la vida de Cristo, y el Flos Sanctorum, las vidas de los santos, y se va produciendo en él aquella transformación radical que hará de él el santo que todos conocemos, gloria de la Iglesia universal. Cuando está convirtiéndose en aquellos días y noches de soledad en su casa de Loyola, narra también en su autobiografía –él lo narró en los últimos años de su vida a un jesuita que iba tomando notas-, que una vez se levanta de la cama a medianoche y se postra ante una imagen de la Virgen María, y en oración fervorosa se consagra a ella en la imagen y le consagra ya toda su vida. En ese instante tuvo como una visión de esa misma Virgen, Madre y Señora que acudía como una madre cariñosa hacia él para fortalecerle en aquel instante y recibir el homenaje que por medio de ella quería ofrecer a su Hijo: una comunicación divina misteriosa que se da en él en ese trance de la conversión.

Inundación de paz

Segundo, se dan comunicaciones divinas de paz, de esperanza, de gozo, de alegría, aunque no sea con visiones imaginativas, en muchos sacerdotes y religiosos y religiosas y misioneros fieles que, luchando día tras día por el cumplimiento más esmerado posible de sus deberes apostólicos, no rompiendo nunca su unión con Dios, aceptan los sufrimientos que trae consigo su lucha incesante en el mundo, y lo van ofreciendo a Dios de tal manera que, sin saber cómo ni por dónde, frente a lo que podríamos llamar frustraciones y fracasos, que experimentan muchos de ellos en sus trabajos, por el contrario se sienten inundados de paz, de alegría para seguir adelante y de una especial fortaleza para seguir hablando del amor a la virtud, de la lucha contra el pecado; siempre, por encima de todo, del amor a Jesucristo y a la Iglesia. Son comunicaciones divinas que tienen lugar en el interior de las almas, aunque no se les dé importancia y nadie hable de ello.

Firmes en la virtud

Y tercero, no solo se trata de sacerdotes, de religiosos o de religiosas o de misioneros; hay muchas personas buenas, cristianas, y las ha habido siempre a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Muchas madres de familia, muchos hombres llenos de virtud en su hogar, muchos y muchas jóvenes seglares.
Continuamente, también hoy, a pesar de lo que tenemos que sufrir y padecer, muchas personas han luchado para mantenerse firmes en su virtud y han encontrado dentro de su alma una paz indecible cuando han tenido que sufrir por amor a Jesucristo todo aquello con que nos obsequia la vida del mundo a los que queremos ser fieles al Señor. Y lejos de sentirse desesperados, amargados, abandonados, aún con lágrimas en los ojos, quizá apretando el frío metal de un crucifijo con su mano ardiente y calurosa, besándolo también ardientemente con sus labios, han sentido dentro de su alma una dulzura inefable que les ha hecho sentirse dichosos de poder ofrecer a Dios y a Jesucristo ese dolor, ese sufrimiento o ese obsequio de su vida.

…Yo también le amaré

Son comunicaciones divinas que están dándose continuamente en el interior de las almas. Al fin y al cabo, esto no es más que el cumplimiento de algo que nos dijo Jesucristo en su Evangelio: “El que guarda mis mandamientos, ese es el que me ama, y el que me ama a mí es amado por mi Padre, y yo también le amaré y me manifestaré a él”. No reparamos suficientemente en estas palabras, “me manifestaré en él…”. Y continúa el Señor: “El que guarda mis preceptos y mi palabra, ese es el que me ama. Y mi Padre le amará y yo también le amaré y vendremos a él y haremos morada en él”. Tampoco meditamos estas palabras de Jesús que completan las anteriores. Cristo se manifestará. Cristo y el Padre, el Hijo y el Padre harán morada en nosotros. Estas son palabras del Señor, es la verdad del Evangelio. Pero estamos muy acostumbrados a querer medir la religión simplemente con nuestros criterios racionalistas, según lo que nosotros entendamos con nuestra razón y según lo que nos parezca conforme a la situación concreta en que queremos seguir viviendo para nuestra comodidad y provecho. Y reducimos la vida religiosa a esquemas puramente racionales.

“Gloria y martirio de la Iglesia abulense”

Con tal de no ofender a Dios gravemente vamos caminando y nos perdemos continuamente ese tesoro de gracias dulcísimas que podríamos recibir si fuéramos fieles a estas palabras del Señor, con las que nos dice que Él se manifestará y morará en nosotros juntamente con el Padre, por medio de la gracia y las virtudes y por medio de los favores y regalos divinos que Él quiere dar a los que le aman de verdad.
Como esas madres de familia, por ejemplo, que, frente a la desgracia que tienen que sufrir como consecuencia del extravío de sus hijos, se mantienen en un silencio de adoración a Dios, sin una palabra de queja o de protesta. Lloran silenciosamente, y nada más se comunican con aquellos con los que tienen confianza, y esperan sin cesar, y rezan día tras día, y buscan en el Señor, acordándose de su bendita Madre, un consuelo que no pueden encontrar en este mundo. Y así, quizá, hasta el final de su vida, cuando han visto que sus hijos han sufrido una persecución que no merecían.
Releía yo no hace mucho este libro escrito por un sacerdote que está aquí presente, Gloria y martirio de la Iglesia abulense, en que se narra la vida y muerte de los sacerdotes de Ávila que murieron en nuestra dolorosa Guerra Civil; martirios ejemplarísimos de aquellos sacerdotes. En el caso de alguno de ellos, la madre veía que su hijo, meses antes de que llegara el momento de la guerra, se preparaba a ella leyendo vidas de mártires y en silencio le veía como avanzaba en el camino doloroso que no sabía entonces cómo iba a terminar y que terminó siendo fusilado. Cuando pasa el turbión de la guerra, esa madre y sus hijas supervivientes, buscan a los que habían asesinado a su hijo sacerdote para ayudarles, para ofrecerles el auxilio económico, incluso que ella pudiera prestarles, para perdonarles. ¿Qué es eso, más que una manifestación de Dios Padre e Hijo que mora en esa alma, que la hace sentir ese gozo inefable del perdón y la esperanza por encima de todo? Y así continuaremos en todas las épocas de la historia en donde se ha vivido este misterio de la vida cristiana.

La búsqueda de Dios en las tinieblas

Estoy por decir, que esto de las comunicaciones divinas de paz, de fortaleza, de esperanza y de gozo se da, de parte de Dios, incluso en religiones no cristianas; porque hasta las almas de estos que le buscan en medio de las tinieblas llega también la acción prodigiosa de un Dios consolador que fortalece la fe o ilumina las conciencias, aunque no hayan alcanzado esa fe revelada.
Pero, ¿cuál es el secreto de esta actitud, y qué es lo que se nos pide para poder gozar de estas comunicaciones divinas? Los autores de vidas espirituales insisten mucho en una directriz que es fundamento de todas las demás: la humildad, pero bien entendida. La humildad, que no consiste simplemente en ejercicios ascéticos o en una consideración de tipo moralista en virtud de la cual el humilde es el preterido, el que acepta una humillación momentánea. No; es la humildad que, según Santo Tomás de Aquino, tiene su fundamento en algo tan serio y tan profundo como la reverencia a Dios, Creador y Redentor. En este sentido, el alma del creyente, el alma cristiana en su oración, en su trato con Dios –en una Santa Teresa, en un Ignacio de Loyola unos pocos años antes-, en el momento en que se pone en comunicación con Dios en la oración, va captando la grandeza de Dios. Pero no del Dios de los filósofos, sino del Dios revelado; el Dios que nos presenta Cristo en el Evangelio, el Dios de los apóstoles. El alma va captando esa grandeza incomparable de Dios, se da cuenta del plan divino sobre los hombres.

La omnipotencia grandiosa de Dios

La obra maestra de Dios es Jesucristo, con la maravilla de su nacimiento, su vida, su pasión, su muerte, su resurrección, y la institución de la Iglesia, y los dones del Espíritu Santo, y las virtudes, y los ejemplos de los santos de todos los tiempos; todo esto es la obra de Dios Redentor, que va unida con la de Dios Creador: la omnipotencia grandiosa de Dios, autor de todo, de las estrellas del cielo, de los mares y océanos, y también de mi salud, de mis energías, de mi talento (lo poco o lo mucho que tenga), de mis cualidades físicas o morales…, de todo. El mundo no tiene nada por sí mismo; yo no tengo nada por mí mismo, todo lo debo a Dios en el orden natural. Y en el orden sobrenatural, si no es por Jesucristo, ¿cómo voy a hablar de la gracia, de las virtudes y de la vida eterna? ¡Todo lo debo a Él!
Ante ese Dios que se revela así, el alma creyente se llena de alabanza, de reverencia. La reverencia adora, se pliega ante Dios y se da cuenta del contraste: de sus carencias, de la propia nada. Cuanto más pondera en su oración la grandeza de Dios, más se da cuenta de su pequeñez, su bajeza, su nada, y surge la humildad como una actitud. Eso es la virtud: no un acto esporádico, sino una actitud habitual, ya veis qué rica y qué fundamental. Esta actitud se mueve entre dos polos: la grandeza de Dios y la pobre condición humana. Pero descubre el amor de Dios y ya la reverencia no es temor. Será temor como don del Espíritu Santo: respeto filial, no temor servil. El alma se llena de amor ante ese Dios que debe ser llamado Padre, ese Dios que se ha hecho hermano nuestro; y surge en ella, junto al sentimiento de humildad, el sentimiento de la caridad perfecta.

“Humildad es andar en verdad”

Va poco a poco el alma avanzando, y por ahí llega a estas comunicaciones divinas, que son como un regalo de la efusión de Dios en las almas humildes que terminan por amarle con esa entrega total, como aparece claramente en los santos. Entonces comprenden también la frase famosa de Santa Teresa de que “humildad es andar en verdad”; que humildad no es –como dice ella- negar los dones que estamos recibiendo, sino reconocer que los tenemos, pero no por méritos nuestros y agradecerlos a Dios. Así somos ricos a pesar de nuestra pobreza; siendo tan pobres, es Dios quien nos enriquece y proclamamos como la Virgen Santísima en el Magníficat “la humildad de su esclava”, pero a la vez, que “todas las generaciones la llamarán bienaventurada”. Ella lo dice con toda naturalidad, porque sencillamente está proclamando la grandeza del Señor, no la suya.
Ahí se unen la humildad y la caridad y viene el diálogo, el coloquio divino, silencioso, frecuente, sin necesidad de que venga un querubín con un dardo de oro a traspasar el corazón. De múltiples maneras, Dios se comunica a las almas y surge en este estudiante religioso, en este sacerdote, en estos diáconos del Seminario de Toledo que han llegado hasta aquí esta tarde, en estas religiosas, en vosotras, muchachas, muchachos, jóvenes, padres y madres de familia, va surgiendo el trato con Dios, la oración confiada, la aceptación humilde del misterio de la vida, el sentido cristiano profundo y fervoroso de un alma creyente.

Las almas que le aman

Aquí quería yo llegar, esta es mi conclusión, precisamente para que no nos quedemos en que estos prodigios de la vida de Santa Teresa son cosas ras y extrañas, propias de una santa, y que solo merecen comentario en una plática para religiosas. No; es algo más rico y más profundo. Es una demostración de las infinitas riquezas de Dios en las almas que de verdad le aman. ¡Ah, hermanos, si en nuestra vida cristiana y en la educación de nuestros fieles insistiéramos con la debida intensidad en estos aspectos de nuestra vida espiritual! Pero todo se nos vuelve sociología y comentarios sobre la marcha del mundo y sobre una evangelización que nunca sabemos en qué va a consistir.

Sin vida cristiana

El Papa Pablo VI, en la Evangelii nuntiandi, hablaba de que no puede haber una evangelización completa sin sacramentos; es decir, sin vida cristiana, que consiste en comunicación divina de las gracias redentoras de Dios a las almas de los bautizados. Y nosotros nos perdemos en sociologías, en planes que vamos haciendo sin acabar de aterrizar nunca, y descuidando este aspecto de la vida interior que es lo que podría hacernos felices en nuestra vida, en medio de todas las penas que hayamos de pasar. Porque hemos de pasar muchas, inevitablemente, pero se pueden pasar y ser felices con la fe, con la oblación de todo a Dios, pensando en Cristo y logrando el valimiento de María Santísima como se cuenta en ese pasaje inicial de la vida de San Ignacio de Loyola.
Pero hoy todo va discurriendo por otro camino. Nos encontramos con esta España de costumbres degradadas hasta unos límites insospechables, con ciudades y pueblos que viven ya en un estado alarmante de putrefacción de las costumbres, que se van olvidando de Dios de una manera aterradora. En los periódicos, en las revistas y en los demás medios de comunicación social vemos continuamente invitaciones al mal, al placer y al consumismo, sea cual sea. ¿Qué vamos a conseguir de esa manera? ¡No es más que un retroceso a la barbarie, a la salvaje barbarie!

Salvadores de la sociedad

Pero también hay grupos como los que están aquí esta tarde, de chicos y chicas que creen en Dios y le aman, que saben quién es Cristo, que oran, que le entregan lo mejor de su vida y saben que eso cuesta, pero siguen ofreciéndose. Estos son los que tienen que salvar el auténtico sentido cristiano de la sociedad, no con simples cambios.
Hablamos mucho de cambios, pero muy poco de conversión de cada uno. Creemos que con cambiar vamos a influir mejor sobre el mundo actual. Cambiar y cambiar, pero muy poco convertirnos cada uno desde el interior de nuestra conciencia para amar más a Dios y dar más al mundo los frutos de ese amor. Podemos contagiarnos sin darnos cuenta de esta atroz frivolidad que existe hoy, y de estos modos de ser y de vivir que van destrozando tantas y tantas familias y ofreciendo a la gran mayoría de la juventud un panorama desolador, en el cual lógicamente tienen que hundirse hasta el abismo, no porque ellos sean malos, sino porque todo tira de ellos hacia ese fondo infernal de unas pasiones desatadas, tras las cuales vienen el desorden y el crimen.

El libertinaje no es progreso

Anoche mismo, al noviciado de la Compañía de Santa Teresa, donde resido estos días en Ávila, nos llegaba una noticia que nos ha llenado de consternación a cuantos allí estábamos, particularmente a las religiosas. Hacia las siete u ocho de la tarde de ayer, una religiosa teresiana que pasaba unos días de descanso con su familia en un pueblo de Castellón, mientras descansaba breves momentos en el jardín de su casa, ha sido asaltada por unos salvajes que han intentado violarla. Y como ella se resistió, la han matado a cuchilladas en el propio jardín de su casa. Su madre paralítica estaba dentro de la casa, y ni pudo oír los gritos de su hija moribunda, porque seguramente taparon su boca para que no se la oyera. Casos así, un día y otro y otro…
Estas son las libertades, esta es la dignidad de un pueblo. Pero ¿por ahí vamos a poder progresar algo?, ¿estos son los ideales que se ofrecen a esas juventudes alocadas que podrían dar tanto de sí entregándose a causas nobles? Va cundiendo como una sensación de desánimo, de desaliento profundo, de impotencia, porque no se sabe por dónde romper esto, siempre invocándose estos criterios disolventes y estas doctrinas elevadas a categorías filosóficas: las normas de una nueva ética, propia del hombre moderno… Y mientras tanto, sigue el Señor diciendo que Él es la Verdad y la Vida, regalándonos con su Evangelio lo mejor que puede dar al mundo: su paz, su voz, su comunicación que llega hasta nosotros queriendo que nos convirtamos a Él para mejor cumplir nuestra misión en el mundo.

Luz que no se apaga

Hermanos, que estas consideraciones y tantas que podríamos hacer, nos sirvan a todos para fortalecernos en nuestros propósitos y para no tomar a la ligera estas efusiones del amor divino en las almas escogidas. Y ya que no podamos llegar a ese grado de humildad y reverencia a Dios que nos invita a un amor constante, al menos nos movamos en ese otro grado, desde el cumplimiento de nuestros deberes, de un modo silencioso, con firmeza, ofreciéndole todo al Señor y buscando su luz, cuando todo lo que nos rodee sea oscuridad y tinieblas. Esa luz seguirá brillando, nadie puede apagarla, y se multiplicará si nosotros nos acogemos a ella y con ella queremos encender más y más el sentido cristiano de nuestra vida y el fervor de nuestra alma. Así sea.

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