CORAZÓN TRANSVERBERADO Y LA VOZ DEL VICARIO DE CRISTO
(26 de agosto de 1983)

Bellísimas palabras

Estas palabras con que siempre hace comenzar el acto litúrgico esta tarde el capellán de la Encarnación, nuestro querido don Nicolás, estas palabras tomadas del capítulo XXIX del libro inmortal de la Vida de Santa Teresa de Jesús, no pueden ser escuchadas sin sentir una emoción religiosa sincera y profunda. En ellas narra la santa ese fenómeno místico de su vida que conocemos con el nombre de Transverberación del corazón que tanto amaba. Y digo que no pueden ser escuchadas sin cierta emoción religiosa porque difícilmente concurren en cualquier otro hecho de esta naturaleza que pudiéramos comentar, tantas circunstancias capaces de justificar esa profunda emoción. Primero, las bellísimas palabras con que ella narra el hecho; leedlas cada uno de vosotros, solos con el libro de su Vida, y daos cuenta de la preciosidad de estilo con que narra algo casi inefable. Segundo, por la magnitud del contenido de lo que narra: esa escena que es como una visión que ella tiene, en la cual un ángel del cielo, de esos que llaman querubines, atraviesa su corazón. Tercero, por la santidad comprobada de quien lo narra, por su excelsa categoría bien conocida en toda la Iglesia. Cuarto, por el hecho de que lo que narra haya tenido lugar en el mismo sitio en que nos encontramos.

Estímulo a los propósitos

Retrocedamos con nuestra imaginación a unos siglos atrás y pensemos en aquella monja, Teresa de Jesús, que vivía en este monasterio, y que un día en su oración, quizá en esta misma capilla, siente esa fuerza que traspasa su corazón y la llena de amor de Dios. Porque la visión del ángel con el dardo era para eso, era previo a las fidelidades de Teresa de Jesús, y era un estímulo a los propósitos que ella iba teniendo de entregarse cada vez más totalmente al Señor; era como un premio, como un estímulo, era como un regalo que Cristo le hacía, y una urgencia; era una complacencia divina en aquella criatura humilde que tanto le amaba, y era una llamada amorosa a seguir adelante en algo que ella no sabía qué tendría que ser.

Gracia especialísima

La oración litúrgica, esta que recitamos en la misa, dice que este fenómeno místico, esta gracia especialísima de Dios, fue para fortalecerla en orden a las empresas que tenía que realizar en la Iglesia. Y cuando la liturgia oficial de la Iglesia habla y se expresa en una oración con estos términos, hemos de aceptarlo con toda la seriedad que ello implica. La Iglesia no se equivoca en sus expresiones de culto litúrgico y cuando señala con tanta riqueza que todo ello era con este fin, así hemos de entenderlo. Y aquí estamos, queridos hermanos, devotos privilegiados de Santa Teresa de Jesús, una vez más en esta iglesia del convento de la Encarnación para meditar en este hecho de la vida inmortal de nuestra santa tan amada.

Corazón ardiente

Muy breve reflexión par ano cansaros. En primer lugar, pensemos un poco –si es que puede expresarse de alguna manera-, lo que fue ese fenómeno místico.
Corremos el peligro de leer esta vida tan exuberante de comunicaciones especiales con Dios, lo que ella va señalándonos como acaecimientos propios de su vida de amor divino, un poco atentos a la mera psicología de una mujer de carácter muy vivo, de corazón ardiente, entregada noblemente a la causa que se va apoderando de ella y a la que responde con su natural tan bien dotado…, y nada más, pero hay que esforzarse por penetrar un poco más en ello. Ella habla de que en ese fenómeno siente como un deleite espiritual y a la vez un gran dolor, un dolo que no era del cuerpo, pero que sí tenía alguna manifestación corporal. Lo siente tan al vivo y lo recuerda con tanta fuerza, que lo único que desearía es que todos los que duden de que eso es lo que vivió, ojalá pudieran también sentirlo ellos para de ese modo persuadirse de que no mentía. Dice que había como un poco de fuego en la punta del dardo y que ese fuego atraviesa su corazón como quien saca las entrañas de su alma. ¿Qué es todo esto? Y ¿qué es lo que con este lenguaje ella da a entender? A mi juicio, seríamos muy exactos si lo interpretamos del siguiente modo: en Santa Teresa se está operando una transformación muy radical desde hace tiempo ya para entregarse del todo a Jesucristo.

El hombre religioso

Un célebre autor dice que la filosofía busca, la teología encuentra, la religión posee. Pude haber filósofos que busquen la verdad y que no son religiosos. Puede haber teólogos que encuentran la verdad y hablan y escriben de ella, pero tienen poca religiosidad. El hombre religioso, el que verdaderamente se une con Dios, ese es el que posee, y este es el proceso que se estaba operando desde hacía tiempo en Santa Teresa de Jesús. De manera que, aunque la visión sea imaginaria –este es lenguaje de los místicos-, no es fruto de su imaginación lo que ve en este episodio a que ella se refiere. Está llegando al momento completo del desprendimiento total de lo que no sea Cristo, está llegando a la religión, es decir, a la posesión de Cristo, dejándose poseer ella por Él.

El libro era Cristo

Prueba de lo que estoy diciendo es lo que corresponde a la misma época de su vida, según ella relata: otro conjunto de hechos, de actitudes, de represiones y purificaciones internas que se simultanean con este episodio místico del dardo. Es la época de la que ella dice que su vida consistía en leer un libro, solo un libro, en el cual aprendía y meditaba. Ese libro era Cristo, no tenía otros; lo dice así, expresamente. Era Cristo, al que se iba entregando completamente con aquella inmensa generosidad que desplegó a lo largo de toda su vida. Esta comunicación interna con Cristo, no se queda en sentimentalismos ni en impresiones espirituales fugaces, pasajeras. Cuando habla de que Cristo es su libro dice también, narrando lo que ella experimentaba, como en una exclamación que trata de exponer más ampliamente, lo que aprendía en esa compañía de Cristo que ella contemplaba y en la cual meditaba constantemente, para que veamos que no se detenía en imaginaciones. Y dice a renglón seguido: “¿Quién, que vea las llagas de Cristo, y las persecuciones de la tierra, no sentirá deseos de padecer por Él? ¿Quién que vea algo de la gloria que da a aquellos a quienes ama no sentirá que es una nonada el padecer por Cristo los padecimientos que hemos de sufrir en este mundo? ¿Quién que vea algo de los tormentos de los condenados no querrá pasar también aquí en la vida tormentos que por amor a Cristo le libren de los que pudiera padecer en la otra si condenado fuese?”

Diálogo con Cristo

Todo esto lo escribe ella cuando habla del libro único de su vida y cuando cuenta este fenómeno místico del dardo que traspasa su corazón. Es la religión que posee, es la religión que acepta la cruz, es el diálogo con Cristo que no rehúye nada de lo que Él nos trae, es el fortalecimiento con el amor que ella siente, con el premio que le da, es un fruto de la acción del Espíritu Santo: el fruto del gozo, del gozo que experimenta su alma como premio a la fidelidad, como estímulo para las empresas a las que ha de entregarse. Cuando siente todo esto en la misma época de su vida, está operándose en ella ni más ni menos que esto: el proceso de la purificación total a que se puede llegar en este mundo. Después viene todo lo demás.

Mujer de excelsas cualidades humanas

Esto supuesto, puede explicarse perfectamente todo el prodigio de su vida. Una mujer de tan excelsas cualidades humanas, adornada con tantas gracias y elegida por Dios par ale empresa de la reforma del Carmelo –por eso la eligió como un instrumento adecuado-, purificada así, merced a todo este proceso interior, es capaz de todo, dentro de la imitación de una criatura humana. Los dieciséis monasterios que funda después del de San José, lo que escribe, lo que habla y dice en su trato con tantas personas y la fuerza que permite descubrir la interioridad de su alma, este prodigio es ya el despliegue casi normal de un alma que se ha purificado totalmente por su fidelidad y que ha sido elegida por Dios para realizar lo que ella narra.
Así quiero entenderlo yo para no quedarme en una lectura puramente superficial y que se preste a comentarios de los sabios de este mundo. Los que leen hechos de esta índole dirán “¡visiones monjiles!”, despreciándolas como si no fueran más que la exaltación desordenada de una imaginación calenturienta. No conocen lo que es el amor. No saben lo que es eso de que “la religión posee”. Se quedan o en la filosofía que busca sin cesar o, a lo más, llegan a la teología que encuentra, pero que no posee ni es poseída. Y puede suceder que ese teólogo –esto está dándose siempre en todas las épocas de la Historia de la Iglesia, y más en la nuestra- sea un hombre que sabe mucho de teología y de ciencias relacionadas con la teología, pero que posee poco el misterio de Dios, porque no se deja “poseer”.

“La educación de la fe”

Queridos sacerdotes, queridas religiosas Carmelitas de la Encarnación, queridos hermanos: el proceso de purificación es algo que nos atañe a todos. Con el bautismo ya se depositan en nuestra alma los dones de Dios, de la vida sobrenatural; por eso tiene tanta importancia cuidar de que ese bautismo sea vivido por los padres en unión con el hijo que lo recibe: más adelante el hijo que lo recibió sabrá responder con conciencia responsable a lo que un día recibió. Esos gérmenes de vida sobrenatural tiene que ir desarrollándose después, merced a lo que llamamos con una sola frase “la educación de la fe”, educación que continúa con los demás sacramentos, con la oración, con la reflexión que el educador va haciendo al bautizado niño, joven o adulto, ayudándole a comprender su proceso de unión con Dios y toda la vida cristiana. La vuestra, religiosas; la vuestra, sacerdotes; la de vosotros, seglares.
Toda la vida cristiana es esto: ir avanzando poco a poco en la purificación, en el desprendimiento de lo humano, en la preocupación por todo lo que afecta al Cuerpo Místico de Cristo, en ese sentir como vuestras las penas del Señor y en es gozarnos de las alegrías de Jesús. Y con la Iglesia sufrir y amar con la Iglesia, todo lo cual exige mucho desprendimiento. Exige filosofía, especialmente humana, y teología, es decir, reflexión religiosa. Pero mucho más exige religión, exige entrega. Una madre de familia, un joven creyente, un muchacho que se abre ya hacia el horizonte de la vida, un matrimonio cristiano, una anciana, cualquiera que quiera vivir rectamente su vida cristiana y desarrollar lo que en él se inicia con el bautismo, no tiene más camino que este: purificación, desprendimiento. Hay un libro para aprender a vivirlo: ¡Cristo!

Se medita poco en Cristo

El gran problema de la vida cristiana, de los hombres de la Iglesia como sociedad en el mundo, y del tiempo que vivimos los cristianos, está en que se medita poco en Cristo. Este es el gran problema. Yo creo que no ha habido una época de la Historia de la Iglesia en que tanto hayamos hablado de renovaciones, proyectos, esquemas, reformas, búsqueda de soluciones, pero, quizá, en que tan poco hayamos meditado en el Misterio de Cristo. La prueba está en la decadencia de los ejercicios espirituales propiamente hechos. Van recobrándose otra vez, pero toda vía meditamos el sucedáneo que, una vez más, ha sustituido al alimento auténtico. Porque en lugar de ejercicios espirituales ignacianos o no ignacianos que tiendan al conocimiento y a la contemplación de Cristo, son todavía frecuentísimas las jornadas de oración y reflexión en que los sentidos están abiertos, el alma incontrolada, y no se da ni se recibe con buena disposición el alimento sólido de la adoración de Cristo tal como hay que prestársela.
Es una época la nuestra de enorme agitación pastoral, con menoscabo de la profundización interior. No tenemos ese sentido de responsabilidad por el que deberíamos estar siempre y en todo momento, pendientes de por qué la Iglesia sufre, es tan calumniada o se muestra a veces tan acobardada para expresar el nombre de Cristo, la Verdad que tiene que expresar.

El celo de los sacerdotes

He leído que San Pío X, el santo pontífice del siglo XX, un día estaba comiendo cuando era patriarca de Venecia, y entró alguien a decirle que en una iglesia de la diócesis se había cometido un horrible sacrilegio. Entonces interrumpió el almuerzo; ya no pudo comer. Su hermana estaba con él solo. –“Pero tú no tienes la culpa de esto”… Y el entonces patriarca de Venecia contestó: -“¿Quién sabe?..., ¿quién sabe?...” O sea, él se sentía –simplemente porque a ello le llevaba la delicadeza de su sensibilidad- como responsable por no haber hablado de Cristo como debía, o por no haberse dedicado cuanto estaba en su mano a las gentes; porque los que habían hecho aquello, al fin y al cabo, eran cristianos. Pensaba si por no haber movido más el celo de los sacerdotes, de lejos podía ser de alguna manera responsable. No lo sería, sin duda, pero era el grito del oído de una conciencia delicada que siente el corazón atravesado por el dardo del Amor, que piensa en toda la Iglesia. También él se preparaba para las empresas a las que estaba llamado; poco después era el papa San Pío X.
Hay misterios en la vida de los hombres que no pueden explicarse por razonamientos puramente humanos. La época nuestra está pidiendo, no imaginaciones, pero sí corazones traspasados; mucha más contemplación de Cristo y menos coloquios de reloj en los que se nos van todas las energías, queriendo aportar nosotros una teología nueva. Ya decía el cardenal Tisserant, muerto hace unos años, que se está haciendo una teología como quien hace un crucigrama: cada cual inventa como quiere, a ver quién lo descifra antes… Así no se posee ni se llega a la intimidad con Cristo.

La voz del Vicario de Cristo

Termino mi reflexión hermanos, y no puedo hacerlo sin volver los ojos hacia atrás y recordar el gran acontecimiento del cual hará un año muy pronto ya: la visita del papa Juan Pablo II a Ávila y a España. Aún estamos viéndole aquel día de Todos los Santos, el día 1 de noviembre, en esa colina de la puerta del Carmen. Antes había estado aquí, en este monasterio de la Encarnación. A nadie ha dedicado tantas palabras como a Santa Teresa en su viaje a España, de nadie ha hablado con tanto amor, nadie ha sido motivo tan inmediato de su venida como Santa Teresa de Jesús. Las homilías, discursos y oraciones en el monasterio, en la misa, la plegaria a Santa Teresa, el breve discurso en Alba de Tormes… ¡qué maravilla de sentimientos de un hombre que posee a Cristo y que es poseído por Cristo! Ese día será inolvidable; nunca Ávila ha tenido tantas gentes en torno a sus murallas. No veían a saltarlas, venían de todas partes al  lugar en que nació y vivió y acometió empresas tan gloriosas Santa Teresa de Jesús, venían a escuchar la voz del Vicario de Cristo. ¿Qué ha sido de esa voz? ¿Dónde está la reflexión que debemos hacer de todo cuanto el Papa nos predicó y del ejemplo que nos dio? Esperemos que en el nuevo curso, la decisión tomada por la Conferencia Episcopal Española dé sus frutos; que en todas las diócesis, en todas las comunidades religiosas y grupos de seglares debidamente organizados para ello, se ahonde en la meditación de aquel mensaje. No podemos dejarlo simplemente escrito en los libros o en las crónicas de los periódicos. La hermosa predicación del Papa, la fuerza que él nos dio, el ejemplo de todos aquellos días, fue también como el paso de un ángel por nuestra patria.
A los pocos días de haberse marchado a Roma entraba yo en un asilo de ancianos de Talavera de la Reina y me decían las hermanas: -“Verá usted, en ese grupo de ancianas hay una que en cuanto le vea le va a preguntar si el Papa ha llegado bien a Roma”. Así fue; cuando llegué, una se levantó llena de delicada cortesía. Hacía ya del retorno del Papa a Roma tres días: -“Señor cardenal, ¿llegó bien el Papa a Roma?”. –“Sí, hija, sí llegó, aquella noche se supo inmediatamente”. Inmediatamente ella también se puso a hablar, con la sabiduría de los humildes de corazón: “Qué compañía nos ha hecho a nosotros, que no tenemos a nadie en este mundo más que a estas santas mujeres; estábamos pendientes de la televisión”. Y aquí viene la frase que le conté al Papa pocos días después cuando, en la reunión de cardenales en Roma, nos invitó a cenar con él a los tres españoles. Dijo la anciana: -“Claro, como está con Dios, nos llenaba de Dios”. ¡Así de sencillo y así de fácil! Como él está con Dios, llenaba de Dios nuestras vidas. Cuando se lo dije al Papa, él se quedó mirando… Le dije: -“Sí, Santidad, así habló aquella mujer”; y él se quedó en silencio como asintiendo a la ponderación que yo le hacía de una frase tan corta, tan feliz, tan profunda y tan difícilmente superable. “Nos llenaba de Dios”. Esto es lo que necesitamos, y a esto nos invita una vez más la fiesta que celebramos: es el corazón de Santa Teresa de Jesús, transverberado, porque se llenaba de Dios.

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