TODOS SOMOS UNO EN CRISTO JESÚS (1)

CARDENAL MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN


                                         
¡Cuántas veces a lo largo de este año, de este curso académico que termina, hemos hablado de esta fecha del 25 de junio1 con referencia a las órdenes sagradas que podríamos celebrar! Y hemos hablado muchas veces de ello como si presintiéramos -al menos el que ahora está hablando- que podía suceder que no llegase para él o para ellos fecha tan anhelada. Pero ahí está, clavada en el calendario: 25 de junio. Y desde ahí os mira a vosotros su autor, presbíteros y diáconos; os mira y se detiene con su mirada en vosotros, queriendo daros, si es que el tiempo puede hacerlo, un abrazo que dure más que el tiempo; un abrazo que dure más que este día, más que este curso, más que el tiempo que habéis pasado en el Seminario.

Yo os felicito cordialmente. Y felicito por igual a vuestros Superiores y profesores del Seminario, la gran familia. Estos hombres totalmente dedicados a vosotros, gracias a cuya colaboración yo, que estoy terminando mi vida aquí, puedo decir sin alarde ninguno que he ordenado en Toledo 400 sacerdotes; y con los de hoy 415. Ahora sí que podemos decir: ¡Demos gracias a Dios!

¿Y con qué armas venís? ¿Cómo venís dispuestos? La respuesta es sencilla. Nos la da el Apóstol San Pablo en su carta a los Gálatas: “Los que venís habiendo recibido el bautismo de Cristo, venís revestidos de Cristo”. De manera que este es vuestro ornamento exterior: Cristo mismo. Pero es que interiormente os acompaña y os guía. Ya no hay griegos ni judíos; ya no hay esclavos ni libres; ya no hay ricos ni pobres. Todos somos uno en Cristo Jesús. ¡Vaya un lema que podría ponerse en la puerta de los Seminarios, en la sala de los Presbiterios y de los Consejos presbiterales! Y en los salones de las Conferencias Episcopales: Todos somos uno en Cristo Jesús. No hay nada que pueda superar el significado de la fuerza de esta frase, si se quiere ser coherente con lo que la fe nos hace sentir y profesar.

¿Quiénes sois vosotros, muchachos, jóvenes sacerdotes y diáconos? Os conozco desde ayer; ayer quiere decir años; desde hace muchos años... ¿Quiénes sois? No lo sé ni me importa. ¡Sois uno en Cristo Jesús! Y vais a trabajar en el servicio a la Iglesia, donde ella os situará invitándoos a caminar por un camino ancho o estrecho, el que sea, pero el suyo. Revestidos con el ornamento de Cristo Jesús, no hay fuerza superior a ésta en el mundo. Y por eso, desde ahora, os doy la enhorabuena, porque vais a ser invencibles, si queréis. Pero habéis de manteneros en el camino recto, ese al que nos hemos referido tantas veces sin hacer caso -porque así teníamos que obrar- de los que dicen tantas tonterías sobre el modo de ser y de vivir la consagración a Dios.

Precisamente hoy he tenido que leer un documento en el cual se habla de una religiosa. Sor Cecilia era belga, era cantante, y tuvo un éxito loco, como dicen en el lenguaje moderno, cuando un día en Bruselas, conocedora de sus facultades, se lanzó a cantar y a tocar la guitarra por los bares de la ciudad belga. Y todos se admiraban de que una religiosa hiciera esa labor. Y ella no tenía más que una respuesta: Lo hago por Jesucristo, canto a Jesucristo, no quiero más que a Jesucristo. Pero ¿qué ocurrió? Sin duda iba revestida de Jesucristo y pidió a sus Superiores que la enviaran a Misiones. Y fue a África. Más generosidad todavía. Ahora en un país africano también su música y su voz dulcísima atraerían a las gentes para escuchar el nombre de Cristo. Pero poco a poco dejó de estar vestida de Cristo, aunque el bautismo estaba con ella. Llegó a ser estrella de primera magnitud y la vanidad humana y los éxitos del mundo se apoderaron de ella. Le quitaron las fuerzas que tenía, se las robaron... porque ella se dejó robar. Al fin, salió de la Congregación y empezó el camino de la amargura, hasta que un día... ¡se suicidó! Llena de amargura su alma, destrozado su corazón de mujer, inutilizadas todas las energías de que había sido dotada.

Revestidos de Jesucristo, pero mirando al Traspasado, mirando a la Cruz. No queráis decir por ahí que el cristianismo es tan fácil que no tiene cruz. La tiene. Es cruz. Pero es la de Jesús y hay que llevarla con Él. Y si la llevamos con Él, no nos fallarán las fuerzas. Miramos al Traspasado y lloramos con el pueblo que le lloró, como se llora al hijo unigénito. Eso dice el profeta Zacarías. Y esto es lo que hace el hombre humilde y bueno cuando piensa en Jesucristo, porque sabe quién es. Sí lo sabe. Un día Él dijo a sus discípulos: ¿Quién dicen por ahí que soy yo? De sobra lo sabía. Pero quería hacerles hablar a ellos. Era un método pedagógico. Otras veces hablaba con parábolas y alegorías. En esta ocasión suscitó un diálogo que le iba a permitir decir palabras inolvidables. “¿Quién dicen los hombres que soy yo?”. Y contestaron un poco a la buena de Dios: “Pues unos dicen que el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno cualquiera de los antiguos profetas”. “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?”. No los hombres; vosotros...

Vosotros, diáconos, presbíteros, ¿quién decís que es Él? Entonces Pedro tomó la palabra y pronunció esta frase adorable: “Tú eres el Mesías de Dios”. Basta.

Cristo aprovechó la ocasión y les dice unas palabras que no entendieron: Guardad secreto. No digáis a nadie nada. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho. Será eliminado por los escribas y letrados, ancianos y sumos sacerdotes. Será escupido y escarnecido. Será puesto en la cruz. Morirá y a los tres días resucitará.

Ahora nosotros ya no preguntamos quién es Él. Él es el Amor de nuestros amores. Él es la explicación de vuestra estancia aquí y de mi estancia en este otro lugar, y de cuantos estamos aquí, sacerdotes o seglares. Sabemos quién es.

Ahora es  el mundo el que os pregunta a vosotros. ¿Qué dice el mundo de Él, quiénes sois vosotros? Dice muchas cosas. Y tenéis que estar muy fuertes para aguantar lo que ese mundo dice. Y para mirarle con una sonrisa benévola y compasiva. No para ofenderos, sino para esperar compasivamente a que el mundo se deje acercar por vosotros para que le digáis bien lo que sois. Ellos ya dicen cosas: el sacerdote de hoy es un mito, un mito que viene forjándose con el tiempo, y ha llegado hasta nuestros días, y está en trance de extinción. Que vengan aquí o a esa diócesis de Norteamérica en que un obispo hace dos años se ha plantado y ha dicho: “Mi Seminario será un centro de oración diaria, de Misa diaria, de meditación diaria. Habrá un reglamento con sana disciplina. Sólo el que lo acepte entrará. Los que no lo acepten, no entran. Aquí se cumplirá todo lo que indique el Sumo Pontífice. Viviremos unidos en torno a la Eucaristía y a María Santísima. No se enseñará ninguna doctrina perniciosa. Se vivirá con toda fidelidad lo que pide el Magisterio”.

¡En dos años ha llenado el Seminario, que estaba vacío! Y, últimamente, en un artículo que he leído de él, porque me lo han enviado desde allí, afirma: “De seguir así, dentro de tres años nos sobrarán curas para poder darlos a otras diócesis de Norteamérica, en donde faltan”.

¡Siempre el mismo secreto! Ahí está, tan sencillo, para esos que dicen que es un mito que se está extinguiendo. Otros dicen que es un vestigio de la cultura grecolatina. La Edad Media lo consolidó. Y, de la misma manera que levantó estas catedrales, también construyó la unión de la Iglesia y los Estados. Y los hombres buscaron protección en este sistema socioeconómico. Hasta que en el momento actual no lo necesitan; y se van marchando, y se alejan, aunque las catedrales queden vacías. ¿Vacías? ¡Vengan a ver cómo está esta catedral de Toledo! Aquí está el pueblo, el pueblo católico. Hay juventud, mucha juventud, que viene a ver ordenarse a sus amigos jóvenes. No caben ya en esta catedral. Pero hace años, cuando empezamos, apenas venía nadie. ¿Qué es eso de un vestigio de la cultura grecolatina que se va extinguiendo poco a poco? Otros dirán: el sacerdocio no es más que el refugio que buscan los débiles para encontrar consolaciones que son inútiles y estériles. Son los débiles los que buscan una fuerza para su debilidad... ¡No! Esos miles de jóvenes que ya están organizándose en España en muchas diócesis, no son débiles; son fuertes, pero son al mismo tiempo delicados.

Yo espero con ansiedad veros ahí postrados, jóvenes; postrados no en señal de abatimiento, sino en señal de inmolación. ¡Porque sois fuertes! Por eso os inmoláis; por eso os postráis en el suelo. Y nadie os obliga. He preguntado a cada uno varias veces:
- ¿No te coacciona nadie?
- Nadie, señor.
-¿Nadie te obliga a venir al sacerdocio?
- Nadie.

Me lo habéis dicho sonrientes, con una elegancia espiritual que yo quisiera que tuvieran esos jóvenes que viven inmersos en el mundo.

Pero habéis de tener mucho cuidado, hijos. Esa Sor Cecilia terminó suicidándose. Y sólo de oírlo se horroriza uno al pensar en la muchacha consagrada a Dios, bella y joven, que un día salió de su convento para cantar las canciones de un amor más puro que el que el mundo puede ofrecer.

Tenéis que estar unidos con Dios. Tenéis que vivir con Jesucristo, todos los días. No aceptéis tareas que invadan vuestra vida hasta el punto de impediros el trato con Dios; dondequiera que estéis; en vuestras parroquias, en vuestras cátedras, en vuestras consiliarías... siempre, siempre, siempre hay tiempo para orar. Y el que ora no cae; el que ora se fortalece, el que ora se une con Cristo. Y no teme ni el sufrimiento ni la amargura. Por eso Él lo dijo en ese momento inesperado, cuando los apóstoles comentan entre sí lo que dice el pueblo. Jesús ya no toma el hilo de la conversación por donde lo han llevado los apóstoles, por donde lo llevó Él con su pregunta. No le importa; ahora lo que le importa es afirmar ante ellos esas palabras que llegan hasta aquí, para que las oigáis vosotros. Y os dice Él que el Hijo del hombre tiene que padecer, que será escarnecido y humillado, que sigue en su camino, que subirá a la cruz; y, por consiguiente... el que quiera venir en pos de Mí, tome su cruz cada día y sígame. Esta es la frase que os dice el Señor, vuestro Jesús amado. Amadle con locura. No falla nunca.

Jesús, Jesús, Cristo bendito, da la mano a estos jóvenes y libéralos de todos los peligros con que se van a encontrar en los caminos de la vida.

Se hacía eco hace poco una encuesta en unas reuniones de jóvenes de carácter internacional que presidía el Cardenal Tiroli. Y se han publicado respuestas de los jóvenes. Una chica de 17 años da esta respuesta: Me preguntan cómo he pasado estos días, y tengo que decir, llorando, que mi vida no tiene sentido. Mi fe es muy débil, pero todo lo que el mundo me ofrece es más pobre.
Otro, un  muchacho de 20 años:
 - ¿Cómo has pasado estos días?
 - Con una muy leve esperanza, contesta. Porque en mi casa no hay fe.

Mis padres viven separados. Los hermanos hacemos lo que queremos. Nos hemos convertido en escombros.

Esas son respuestas sinceras, de muchachos y muchachas de ese mundo tan brillante que aparece hoy ofreciendo sus placeres y sus bondades.

Vosotros no ofrezcáis nada. Ofreced el crucifijo que habéis de llevar en la mano. Ayer os lo entregaba yo en el Seminario, en la Misa que tuvimos. Ese es vuestro Compañero. Y ahí, mirándole con fijeza, amándole, besándole..., ahí encontraréis todo lo que necesitáis para poder seguir el camino que hoy se inicia.

Hablo así también a los diáconos, porque les considero ya presbíteros, pues lo serán muy pronto. Seguiré rezando por vosotros. Y desde lejos me acordaré de la última promoción de presbíteros que yo ordené en esta amada catedral. Así sea.

(1) Homilía en la ceremonia de ordenación sacerdotal en la S.I.C.P. de Toledo, el 25 de junio de 1995.

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