DON MARCELO, EN LA ENCRUCIJADA

 

ANTONIO MONTERO,
ARZOBISPO EMÉRITO DE MÉRIDA-BADAJOZ

El Cardenal Don Marcelo González, tan presente todavía en nuestras mentes, dejó dispuesto en sus últimas voluntades que se le diese sepultura en la Capilla catedralicia de San Ildefonso, debajo de la del Cardenal Gil de Albornoz, antecesor suyo en la segunda mitad del siglo XV, y que se hiciese constar en su lápida funeraria que había sido Padre conciliar en el Vaticano II, y que aplicó con fidelidad sus enseñanzas. En este escueto legado, que él razonó muy brevemente, nos descifra Don Marcelo tres claves de su fisonomía personal que son también su testamento espiritual.

Evoca allí a dos insignes antecesores en la Silla Primada, San Ildefonso, de la época visigoda, insigne por su acendrada piedad mariana y su celo pastoral sin límites, y a Don Gil de Albornoz, figura renacentista de renombre europeo artífice de la vuelta a Roma del Pontífice Urbano VIII, último de los Papas de Avignón. Por último, y ya en el corazón del siglo XX, proclama Don Marcelo como eje vertebrador de su vida y ministerio el Concilio Vaticano II. La santidad de Ildefonso, la grandeza de Albornoz y el reto histórico del Vaticano II fueron considerados por él como santo y seña de su horizonte episcopal.

Nos conocimos en su casa de Valladolid, a mediados de 1956, portador yo de un encargo del Cardenal de Toledo, Don Enrique Pla y Deniel, máximo responsable entonces de la Acción Católica Española y de su revista oficial «Ecclesia» de la que yo era, a la sazón, subdirector «sede vacante», tras la salida de Don Jesús Iribarren (léanse sus memorias en la BAC). Don Enrique, dando por evidente la insuficiencia de mi edad, 27 años, para ocupar ese cargo, tuvo, no obstante, conmigo la abrumadora deferencia de pedirme nombres para un futuro Director, con el que pudiera yo entenderme sin dificultad.

Su elección recayó, a la primera, en un canónigo de Valladolid, conocido y estimado por él como Consiliario de los Hombres de Acción Católica, profesor de la Universidad, predicador acreditado en la parroquia de Santiago, apóstol social en los suburbios, y conferenciante ilustre en otras diócesis españolas.

El Cardenal me dio también la encomienda ya dicha de llevarle a Don Marcelo su propuesta. Éste me introdujo cordialmente en su estancia de trabajo, con paredes atestadas de libros y uno abierto sobre la mesa: «Verdaderas y falsas reformas de la Iglesia» de Ives Congar, obra clave en toda Europa, para la concienciación eclesial que maduraría años más tarde en el Concilio.

Entramos, sin más, en materia y le expuse el contenido de mi visita, que escuchó con respeto y atención y tomó luego la palabra como si hubiera estudiado el tema, aunque me consta que no era así. Mira, me dijo, el Cardenal y tú sabíais que yo soy hombre de la Acción Católica, lector constante y agradecido de «Ecclesia». Dile a su Eminencia que estimo, valoro y agradezco la propuesta, pero que ése no es mi sitio. Mi vida está ya afincada firmemente en mi tierra y en mi diócesis, en quehaceres apostólicos que llenan mi vida. No me veo en la Villa y Corte ni me movería con gusto en los entramados políticos e incluso eclesiales de Madrid. Eso fue todo y daría origen a un trato personal muy fluido entre los dos del que conservo pruebas entrañables.

Al despedirnos efusivamente dije adiós a un hombre que respiraba ya, cosa infrecuente en España, la atmósfera teológica y espiritual, tanto de Congar como también de sus coetáneos franceses De Lubac y Danielou, luego asesores ambos del Concilio y al final de su días Cardenales los tres de la Iglesia Romana. ¡Cosas veredes! Todas estas adquisiciones, algunas audaces y fronterizas, las entroncaba entonces, como siempre, Don Marcelo en su sólida formación humanística, filosófica y teológica, adquiridas en la Universidad Pontificia de Comillas, durante la época más pujante de sus Ciencias eclesiásticas, enriqueciendo todo ello con la lectura asidua de los Santos Padres y de los clásicos espirituales españoles del Siglo de Oro.

En este texto y contexto le llegó a sus 42 años, al hoy Cardenal difunto, el nombramiento de Obispo de Astorga, esperado por muchos y celebrado por todos, que introdujo a don Marcelo en el periodo más placentero, fecundo y brillante de su largo periplo ministerial. Los dos Seminarios, las casas diocesanas sacerdotal y de ejercicios, las nuevas parroquias y restauración de otras, el Museo del Camino y un sinnúmero de mejoras materiales y sociales se emparejaron con su predicación incansable y con centenares de escritos pastorales, fiel a su lema episcopal: «Los pobres son evangelizados».

Todo esto en paralelo con su participación comprometida en las cuatro sesiones otoñales del Concilio Vaticano II (1962-65), con intervenciones muy logradas, una de las cuales fue mencionada con elogio por el Papa Pablo VI.

Puedo dar fe de que Don Marcelo respiraba a sus anchas en el aula conciliar, y de que se identificó al máximo con las Constituciones, Decretos y Declaraciones de la gran asamblea ecuménica, así como de que se sentía hondamente feliz por haber participado en esta gigantesca empresa de la Iglesia.

Más, pasados apenas dos meses desde su Clausura solemnísima en diciembre del 65, la euforia de Don Marcelo por aplicarlo fielmente en la diócesis maragata se vio bruscamente truncada por un cambio de escenario, nada menos que al barrio gótico, plaza de Cataluña y ramblas bulliciosas de la Ciudad Condal.

Su nombramiento como Arzobispo coadjutor de Barcelona tuvo -lo supe en su momento de muy buena tinta- un precedente significativo. Me contaron que Pablo VI ante la ancianidad decadente del Arzobispo Modrego, telefoneó al Nuncio Riberi, condiscípulo suyo y amigo de siempre, en los siguientes términos: -Antonio, ¿a quién ves tú como el obispo español más indicado para el cargo? -Al de Astorga, sin lugar a dudas. -¿El mismo que habló en el Concilio y al que yo elogié después? -Sí, el mismo. -Pues, entonces, dalo por hecho y Dios dirá.

Bueno, sea lo que fuese de aquello, Don Marcelo se encontró de la noche a la mañana ante una clara voluntad del Papa de que él fuera el Arzobispo de Barcelona. Aceptó por obediencia, como lo manifestaría públicamente después, al presentarse a los fieles diocesanos. Sus sentimientos eran fruto de unos presentimientos, que el tiempo se encargó pronto de confirmar. El «volem bisbe catalans» de los graffiti callejeros eran la punta de iceberg de un antifranquismo soterrado y emergente, un nacionalismo herido y sojuzgado más los excesos de un progresismo ultra y el gregarismo mimético de no pocos.

Don Marcelo, sorteando rechazos y conflictos tuvo arrestos para acometer un plan de renovación conciliar, en la gran metrópoli mediterránea. Reorganizó los seminarios, creó la Facultad teológica de San Paciano, estableció siete vicarías territoriales, duplicó casi el número de arciprestazgos, puso en marcha cincuenta parroquias y consiguió el nombramiento de cuatro obispos auxiliares, todos ellos catalanes. Sin descuidar lo más mínimo el ministerio de la palabra tanto oral como escrita, que fraguó después en gruesos volúmenes. En suma, una impresionante hoja de servicios, para observadores imparciales o en otros ambientes y circunstancias.

Todo eso, empero, quedó seriamente obnubilado por las voces y actuaciones de un sector crítico u hostil, difícilmente mensurable, en el seno de la comunidad diocesana y en la opinión pública barcelonesa. Un desencuentro prolongado que le acarreó amarguras profundas y ensombreció un tanto, durante años, su alegría vital. Resentimiento, no. Aversión contra nadie, tampoco. Desengaño y cautelas, sí y sin disimulo.

Años más tarde asentado ya sólidamente en la Sede Primada se deshogaba así don Marcelo con un amigo común: «Yo me esforcé cuanto pude en ser un obispo de todos, ministro de la concordia y del diálogo; pero me vi engañado y traicionado por una insaciable progresía que cuanto más le daba, más me pedía y, así, hasta los bordes mismos de mi conciencia episcopal».

Por todo lo cual supuso un cierto respiro para todos, su promoción y traslado a la archidiócesis de Toledo, con la singularidad añadida y llamativa, de que desde ésta, era trasladado a Madrid, el ya cardenal don Vicente Enrique y Tarancón. Dos destinos singulares de dos hombres de excepción, cuyos derroteros se entrecruzaban en un movimiento de piezas de ajedrez que tuvo lecturas polifónicas, aunque no acalladas ni extinguidas todavía. Me permito, por ello, aventurar una retrovisión de aquellos sucesos que protagonizaron estos dos grandes Cardenales de la Iglesia, tan diferentes entre sí, tan amigos de toda la vida, a cubierto de presiones y borrascas y hasta de alguna escaramuza menor, desempeñando cada cual la responsabilidad histórica que más le cuadraba y en la que empeñaban ambos un potentísimo caudal de energía.

Don Marcelo se prodigó mayormente sobre su archidiócesis toledana donde pudo desplegar, con enorme fortaleza y constancia un programa ambicioso y plural de proyectos pastorales (ver la síntesis publicada por la diócesis), que lo instalan en el podio de los grandes Cardenales históricos de la Archidiócesis Primada. Participó en dos Cónclaves y en un Sínodo Universal, mantuvo una presencia discreta en la Conferencia Episcopal, fue llamado por méritos propios a la silla de número en la Real Academia de Ciencias Morales y siguió hablando y escribiendo con la maestría de siempre y resonancias contrapuestas en la opinión pública española.

¿Le faltaron arrestos u oportunidades para ocupar el candelero o ejercer un liderazgo más determinante en la Iglesia y en España? ¡Chi lo sá!

Todo nos invita e incita al contraste con el Cardenal Tarancón, a cuyo favor soplaron los vientos de la historia, y él aceptó el reto sin titubeos. Encarnaban tipológicamente cada uno de ellos los rasgos diferenciales entre Levante y Castilla, siempre con cautela ante los estereotipos. Don Marcelo encarnaba una mayor solidez intelectual y doctrinal. Era hombre más del ser que del estar, tradicional, pero no conservador. Castellano recio y cristiano viejo. Rendía un culto casi doloroso a la verdad. Le incomodaba la política con minúscula, e incluso sin ella. Tarancón era hombre abierto a los mares y a las borrascas, y un tanto fenicio también, hábil delantero, constructor de puentes, que eso significa pontífice.

Dos grandes hombres de fe, de nuestra Iglesia, de nuestro pueblo y de nuestro tiempo. La historia los pondrá en su sitio, siempre, desde luego, muy alto.

 

Publicado en ABC
25-9-2004

 

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