60 AÑOS
DE MINISTERIO SACERDOTAL
(1)

CARDENAL MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN

Queridos hermanos: Sería muy de desear que esta capilla estuviera abarrotada. Imaginémonos que está así. Es más: no hay que imaginárselo; lo está. Porque la capilla con estas habitaciones y estos pasillos hacen un todo en esta casa por la índole que tiene y el propósito al que sirve. Y yo me dirijo a todos cuantos estáis aquí, en primer lugar para reconocer con vosotros la fiesta que celebramos en honor de San Pedro y San Pablo. ¡Es preciosa esta fiesta! De jovencito, siendo seminarista a mí me llamaban mucho la atención estos dos santos: San Pedro y San Pablo. Por muchas razones. En primer lugar porque no conociéndose, sin embargo Dios dispuso que llegaran a tener entre sí una amistad cálida y firme, muy decidida para lo que les venía encima cuando después de Pentecostés empezaron su carrera por el mundo. Eso sí que fue hacer una carrera apostólica por el mundo entero. Sin otras disposiciones que las que podía facilitarles su buen espíritu, que era al fin y al cabo el Espíritu Santo que había llenado su alma, empezaron a difundir lo que de Cristo habían aprendido.

Pedro y Pablo. Pablo sabía algo más por su cultura anterior. Pero Pedro había estado mucho más junto a Cristo. Y la fuerza que le daba el haber estado junto al Señor suplía con creces lo que le faltaba en cuanto a la carencia de diversas actitudes y momentos en relación con Pablo. Y los dos tenían esa fuerza colosal y los dos fueron difundiéndola por el mundo y los dos predicaron la Palabra de Jesús. De la Palabra venía la fuerza; no era la fuerza la que daba vigor a la Palabra. ¡Venía de la Palabra! Tenían como un vigor especial que no ha tenido ya ningún apóstol. Porque aunque todos ellos tenían una misión que cumplir, sin embargo, fuera de algunos, los demás predicaron la Palabra de Jesús, fueron por el mundo, por muy diversos sitios, pero no debió ser tan necesario que se escuchase lo que ellos decían, puesto que no lo conservamos. Dios dispuso las cosas así.

Y a quien era el Hijo del hombre, cuando le preguntan quiénes son ellos y por qué van, etc, no le faltarán palabras para responder. No le faltaron. En todo momento Jesús supo perfectamente qué tenía que contestar a las muchedumbres o a los grupos reducidos. En todo momento Jesús abrió el camino para que el Espíritu Santo descendiera sobre ellos y ya no les abandonara hasta la muerte.

Pedro y Pablo. ¡Qué maravilla de unión y qué ejemplo para la vida apostólica! En algún momento pudo haber alguna turbación entre ellos; se disipaba en el acto y se refundía en el fuego de un solo corazón y un solo pensamiento. Y llegaron a Roma. ¡A Roma ellos! ¿Os dais cuenta, queridos sacerdotes? Si aún hoy nos cuesta vencer las dificultades que supone el trabajar en Roma, ¿cómo tenía que ser entonces para estos pobres palestinos, judíos, llegar a Roma para trabajar a escondidas e ir mezclándose con otros sin ningún propósito, dispuestos a sufrir todo lo que fuera necesario sin que en  ningún momento tuviesen un reparo especial o un miedo particular a atravesar las dificultades de que hablo? No lo tenían. Pasaban por encima de las dificultades como se podía pasar rodeados del fuego enemigo y atravesando tantos y tantos momentos difíciles que ellos tuvieron que sufrir.

Pedro y Pablo. Sacerdotes de la diócesis, uníos todos: diversidad de caracteres, diversidad de planes, diversidad de propósitos... ¡pero idénticos en el fin! Buscando una cosa: la gloria de Dios, el triunfo de Cristo, el servirle a Él. Y en ese servicio y con ese afán de glorificar al Señor y esa entrega tan generosa y tan noble, fueron venciendo todo hasta morir dando la vida, como la dieron los dos por Jesús, a quien habían venido a servir.

A poco que ya íbamos creciendo, en el Seminario Pedro y Pablo desaparecían de nuestra imagen con la suya. La suya se ocultaba. Era otra la que ya quedaba ante nuestros ojos. Y al empezar a estudiar la teología, con algún libro que nos ayudaba a entender bien las tesis que teníamos que defender, nos encontrábamos como navegando a velas desplegadas, sin dificultad ninguna, siendo como amigos suyos. Yo me sentía así. No tengo ningún inconveniente en decirlo.

En el Seminario en que estudiaba había varias costumbres coincidentes en tareas de predicación, de exposición diversa, de improvisación, de entrega de lo que uno sentía a lo que ellos nos daban. Y era muy frecuente el detenernos en la mañana de un domingo como este, en una sala grande, y sin habernos avisado previamente más que durante una hora, trabajar, improvisar, discurrir y hablar y sentir fuertemente lo que nuestro espíritu nos pedía, a la sombra de aquellos dos pobres apóstoles; pobres pero infinitamente ricos en su decisión de servir al Señor. Y así fuimos conociéndoles poco a poco. Y nos sentimos dichosos de poder saber cada vez más de ellos.

Yo llevo en mí el recuerdo de un domingo en que me tocó improvisar hablando de los dos. Me avisaron con una hora de anticipación. Y a otros también. Entrábamos en el salón y se nos hacía subir a la tribuna para improvisar un comentario sobre lo que podía significar para nosotros la vida de San Pedro y San Pablo en nuestro tiempo. Y siempre decíamos algo acertado junto a lo que no lo era tanto.

Vosotros habéis tomado esta costumbre que yo agradezco mucho: la de venir a concelebrar conmigo y después a compartir la mesa también, los que fuisteis ordenados por mí la última vez. Habéis tomado esta costumbre y yo os digo que tiene más fuerza de lo que parece. Ha llegado la hora en el clero de hacer mucho más la communio ecclesialis. No sólo teológica ni espiritual; tiene que ser también una communio laboral, en que pongamos en común nuestros afanes y nuestra falta de miedos. La Iglesia está necesitada hoy de falta de miedos; no tiene por qué tenerlos. No tienen por qué tener miedo aquellos dos pobres que bajan hasta Roma mal vestidos, torpes, vacilantes, repitiendo una y otra vez sentimientos y palabras que brotan de su corazón; porque el Espíritu Santo es el que se lo inspira. No tienen por qué tener miedo. Lo que hace falta son iniciativas nuevas que se producirán en todo momento cuando hay buen corazón.

A ello se añade, queridos sacerdotes, otro detalle, muy personal en cuanto a mí se refiere. Da la casualidad de que hoy es cuando yo fui ordenado sacerdote, hace sesenta años, en el Santuario Nacional de la Gran Promesa. Estaban mi madre y mi hermana. Mi madre vivió poco después; mi hermana, más; vivió bastante tiempo, me ayudó mucho. De tanto estar junto a mí, casi entraba en la categoría de las “sacerdotisas”, y podía en algunos momentos dar una opinión o sugerir una idea. Y no era ninguna sugerencia torpe. Pero también marchó ya hacia el cielo. Y ahora mis hermanos sois vosotros. Vosotros lleváis muy pocos años de sacerdotes: seis. Y yo sesenta. Total, la diferencia es un cero... En todo es igual. Por diversas diócesis, diversos ministerios..., pero en todo hermosa y grande. Un día, no sé cuándo, tengo yo que hablar de la belleza de la Iglesia; porque es bellísima la Iglesia desde que Cristo envió a los apóstoles: Id y predicad todo lo que Yo os he enseñado...

Pues bien, me alegra mucho que, atraídos por este buen sentimiento, estéis aquí. Belleza de la Iglesia, la cual cuanto más pobre sea más hermosa va a ser. Tiene que aparecer una Iglesia muy pobre pero muy rica de confianza, de corazón, de darse a unos y a otros. Esto se está preparando. Van a surgir movimientos eclesiales nuevos. Y tendremos que prepararnos con todo nuestro amor y nuestra firmeza juvenil, la de todos, para servir al mundo como tiene que ser servido. Esperemos que así sea. Esperemos verlo. Tengamos la convicción de que van a surgir muchas actitudes en sacerdotes jóvenes y en sacerdotes mayores, muchas iniciativas que van a ilustrar el modo de vivir el Evangelio hoy con mucha más fuerza que hasta aquí.

Este pensamiento es el que pongo yo sobre el altar, con el agradecimiento a vosotros, que me movéis a ello y con el gozo de haber sido un poco precursores, por lo que estoy diciendo, vosotros mismos, de lo que el Señor ha querido poner en nuestras manos. Que así sea. Y que tengamos fuerza para coger con las manos la fuerza que nos dé el Señor y seguir adelante por todos los caminos del mundo llevando la Palabra del Señor. Así sea.

(1) En la iglesia de las Madres Angélicas de Toledo, con motivo del 60 aniversario de su ordenación  sacerdotal, 29 de junio de 2001.

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