EL PAPA DE LOS GRANDES SERVICIOS

CARDENAL MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN


            Puede afirmarse en términos generales de los Papas que han regido la Iglesia en este último siglo, que han sido figuras sobresalientes, capaces de realizar grandes empresas, cada uno conforme a las exigencias del tiempo en que vivieron y conforme a su genio y su propio estilo. Bastaría citar a León XIII, el hombre sabio y penetrante de vastísima cultura; Pío XI, lleno de energía y clarividencia apostólica; Pío XII, que hizo sentir a tantos el gozo de contar con un maestro excepcional… Después Juan XXIII el de la convocación del Concilio Vaticano II; Pablo VI, de inmensa caridad e inteligencia casi angélica, y ahora Juan Pablo II.

Recuerdo el momento del Cónclave de octubre de 1978 en que, ya elegido Papa y vestido con la sotana blanca, pero todavía en la Capilla Sextina, teníamos que acercarnos los cardenales uno por uno a ofrecerle nuestro respeto y obediencia. Él estaba sentado en su sede, recogida la mirada y el rostro más bien inclinado hacia abajo, que solamente levantaba cuando tenía junto a sí, arrodillado, al cardenal que se había acercado.

Entre los primeros, por su antigüedad en el Colegio Cardenalicio, fue el primado de Polonia, el venerable y heroico luchador cardenal Wyszynski. Cuando el Papa se ido cuenta de quien era, no permitió que siguiera arrodillado, sino que se levantó, hizo levantarse también a quien le saludaba y ambos se fundieron en un abrazo conmovedor que hizo prorrumpir en un aplauso fervoroso a todos los cardenales que allí estábamos. Así estuvieron algún tiempo, sollozando. Cuando se separaron, mientras el primado volvía a su asiento, con el gozo y la congoja mezclados en su alma, el Papa Wojtyla le siguió con la mirada intensamente afectuosa y a la vez entristecida. En aquel abrazo acababa de hacerse visible el homenaje de la Polonia católica y mártir a la Santa Iglesia. ¡Los dos cardenales habían trabajado y sufrido tanto por mantener en su pueblo la perseverancia y el vigor de la fe!

Después de la ceremonia y tras el canto del Te Deum ritual, le acompañamos a la gran balconada de la basílica desde donde saludó y bendijo por primera vez al pueblo romano al presentarse humildemente como un hombre “venido de lejos”. Que, sin embargo, lograba desde el primer instante situarse tan junto al corazón de quienes le aclamaban.

El que iniciaba entonces su pontificado es el que ahora viene a España por tercera vez para encontrarse con tantos jóvenes de nuestras diócesis españolas y de otros muchos países de Europa, sin otro afán que el de predicar el Evangelio y llamar a la conciencia de la juventud del mundo, para pedirles a quienes tiene el privilegio de la más hermosa edad de la vida que no la dejen pasar sin abrir las puertas de su alma a Jesucristo Redentor.

Es lo que está haciendo desde el primer día de su ministerio supremo de Pastor universal. Pronto pudimos intuir, ya en la primera audiencia que concedió al Colegio Cardenalicio antes de que saliéramos de las estancias vaticanas en que habíamos vivido aquellos tres días, que su rica personalidad llena de energía y capacidad apostólica se entregaría incansable al difícil trabajo que le esperaba. Conocíamos muchos aspectos de su vida y de las cualidades que le adornaban, por eso precisamente había sido elegido. Pero había algo que solamente se presentía, aunque con muy sólido fundamento: su actitud de servicio a los hombres de nuestro tiempo desde el Evangelio y para el Evangelio, como corresponde a la misión de un Papa.

En los de la última centuria, a los queme he referido antes, se ha visto con qué grandeza se han entregado cada uno de ellos como “servus servorum Dei” a empresas apostólicas diversas, pero casi todas intraeclesiales, es decir, encaminadas a restaurar o perfeccionar la vida interna de la Iglesia. Han buscado romper el aislamiento en que quedaba esta frente al mundo contemporáneo (León XIII); embellecer por dentro el hogar eclesial en la doctrina y en la vida sacramental sobre todo eucarística (San Pío X); hacerla más consciente de algunas dimensiones olvidadas como por ejemplo el deber misionero y la vibración apostólica de los seglares (Pío XI). Pablo VI fue quien además de consumirse con generosidad sin igual en el trabajo intraeclesial, la interpretación del Concilio frente a la anarquía existente, comenzó a hacer sentir su presencia dialogante y llena de comprensión con los diversos sectores del mundo contemporáneo, aunque estuvieran alejados de la Iglesia.

Pero ha sido el Papa actual, Juan Pablo II, el que, sin descuidar la atención a las existencias del gobierno de la Iglesia en sí misma, ha saltado desde el Vaticano a todos los espacios físicos y sociales del mundo de hoy buscando al hombre, esté donde esté, con tanta dedicación como si todos fueran hijos suyos, y con tanto respeto a la vez que nadie puede acusarle de intromisión indelicada. Son servicios que él se cree obligado a prestar. Servicios al mundo, a la humanidad, porque piensa que el camino de la Iglesia hacia Cristo pasa por el hombre. Juan Pablo II está aplicando, con más intensidad que nadie, lo que pide la Constitución Gaudium et Spes, en cuya redacción tomó parte principal cuando era uno de los padres conciliares.

Los viajes por el mundo son servicios mediante los cuales ha acercado el Evangelio también a millones de hombres y mujeres que apenas sabían nada de Jesús, el Salvador. ¿No es este el mejor servicio que ha de prestar todo apóstol que quiera seguir el camino iniciado por los doce después de Pentecostés?

Ha defendido los derechos humanos de los hombres y de los pueblos en países de África, América y Europa con intrepidez y serena decisión.

Ha recordado a las diversas naciones en conflicto –caso de Argentina y Gran Bretaña- o en vías de padecerlo, cuáles son sus deberes en nombre de la justicia y de la paz. se reúne con científicos, incluso no creyentes, para tratar de entender mejor lo que en el orden del pensamiento y la investigación rehace o se puede hacer en beneficio del hombre.

Defiende la estabilidad e la familia, la dignidad de la mujer, la grandeza del amor conyugal en la fidelidad y el sacrificio del hombre y la mujer, con incomparable arrojo y valentía en todos los ambientes, consciente de que de este modo ofrece un servicio a la sociedad que solamente el paso del tiempo permitirá valorar conjunta estimación.

Por su naturaleza reservada y por las consecuencias que puedan tener la indiscreción o las decisiones apresuradas, apenas podemos entrever algo que sería injusto ignorar a la hora de medir los servios que Juan Pablo II está prestando al mundo de hoy: me refiero a lamenta pero innegable evolución que se está dando en los países del Este europeo en el orden religioso y político. Es evidente que no se debe solo a un cambio de orientación y propósito originado por razones económicas, como sería la imposibilidad de competir por parte de la Unión Soviética con el bloque occidental en la carrera de armamentos y a la vez en la elevación del nivel de vida del pueblo. Hay algo más. Hay un concurso invisible de fuerzas silenciosas que no han podido ser eliminadas a pesar de la hostilidad abierta de setenta años de revolución y que en el último decenio, precisamente a partir de la elección de Juan Pablo II, se han manifestado cada vez más eficaces para favorecer la llamada y la respuesta de una cultura cristiana que seguía ahí, reclamando paz, hermandad humana, sentido religioso, libertad, justicia sin violencia. Un Papa eslavo lo ha comprendido y visto mejor que nadie. Polonia está muy cerca de Rusia y él es polaco. Sus contactos con las Iglesias de la Ortodoxia, su empeño en hacernos entender a los europeos de acá, incluso en el ámbito del catolicismo romano, la Europa de allá, su interés por celebrar el milenario de la fe cristiana en Polonia y en Rusia y el DCCC aniversario en Lituania, su delicadeza de conceptos y palabras para referirse sin disimular ni herir a nadie, durante todos estos años, al hecho político de los países comunistas, junto con su paciencia limitada para el diálogo y la comunicación, han levantado muchas barreras que parecían infranqueables. La Santa Sede, sin descender a la arena política, tiene muchos miedos directos e indirectos para ir logrando que se abra una puerta o al menos una ventana por donde entre un poco de luz.

Servicio al mundo de hoy es también, aunque tenga carácter directamente intraeclesial, su extraordinaria labor en el campo del ecumenismo. Cuanto se haga por la unión de los cristianos servirá para la unión de los espíritus. Se comprende la fuerza y el amor con que se refiere a la necesidad de construir una Europa unida sobre cimientos cristianos. Se comprende que hable así quien sabe que sin el cristianismo Europa no es inteligible.

No ha descuidado tampoco el diálogo respetuoso y cordial con el judaísmo, con el Islam, con las grandes religiones del Oriente lejano. Por primera vez en la historia se han intercambiado el abrazo de la paz el Papa de Roma y los jefes religiosos de casi todo el mundo.

En suma, y prescindiendo de su infatigable y asombrosa labor en el interior de la Iglesia, que tan directamente va encaminada a confirmar en la fe a todo el pueblo cristiano y a librarle de oscuras y subjetivas veleidades que brotan aquí y allá, Juan Pablo II ha logrado hacer salir a la Iglesia de su ensimismamientos y está dándonos un espléndido ejemplo de cómo se puede servir la mundo –la Iglesia servidora de los hombres- en lo que este más necesita, sin renunciar para nada a la identidad de su misión ni a la fidelidad al Concilio Vaticano II y a la tradición de la Iglesia.

 

Publicado en ABC
20-8-1989

 

 

 

Inicio

Artículos